Haciendo eco a toda esta moda neoliberal que vitorean empresarios y gerentes, se ha sostenido que hay una equivalencia entre gobernar y “gerenciar”. Se supone desde esta perspectiva —contra lo que pensaba nada menos que Aristóteles— que un buen gerente será un buen ministro y hasta un buen Presidente.
Si buscamos en los libros de administración, encontraremos que entre los principales atributos del manager —mal traducido por gerente— están la capacidad de liderazgo y el de administrar gente y recursos, todos necesarios para ser un buen gobernante: pero hay otros que no son indispensables en el primero y sí en el último. Para empezar, el origen mismo es diferente: el gerente es elegido por el directorio o los accionistas, mientras al gobernante —por lo menos en un régimen democrático— lo eligen sus gobernados. Los países subsisten siglos, las empresas —con suerte— décadas. Un buen gobernante debe lograr la aceptación de la mayoría y por lo tanto su visión de largo plazo no puede olvidar el presente.
Analicemos un poco esto último. Un gerente, en determinadas circunstancias, despedirá parte del personal o lo “sacrificará” porque la situación así lo exige. Su objetivo principal —y por el que usualmente se le calificará— es obtener resultados, entendidos como utilidades para la empresa. En otras palabras, los accionistas son más importantes que los trabajadores. Por el contrario y contra lo que opina Macchiavelo, un buen gobernante —aunque en el mundo de hoy con frecuencia se olvide— no tiene derecho a sacrificar ni a uno solo de sus gobernados. Recurramos, para hacer esto evidente, a uno de los gurús del liberalismo, el filósofo norteamericano John Rawls, quien fuera profesor de la Universidad de Harvard.
Para Rawls «la justicia es la primera virtud de las instituciones sociales» y en consecuencia no importa si las leyes o las instituciones son eficientes cuando éstas son injustas. Kant sostiene que cada persona tiene una inviolabilidad fundada en la justicia, que incluso el bienestar de la sociedad no puede atropellar, lo que con seguridad sería también firmado por cualquiera que se quiera llamar cristiano. En consecuencia, los derechos asegurados por la justicia no están sujetos a regateos políticos, ni al cálculo de intereses sociales. La verdad y la justicia, como las primeras virtudes de la actividad humana, no están sujetas a transacciones. Pero en el Perú decir la verdad es un error político y mentir está justificado en todos los niveles.
Rawls asume, siguiendo la teoría del contrato social de Rousseau, que la sociedad es una especie de asociación, con ciertas reglas para que los miembros puedan obtener ventajas mutuas y en consecuencia se caracteriza tanto por un conflicto como por una identidad de intereses. Esto hace necesarios un conjunto de principios en base a los cuales la distribución de beneficios y cargas sea equitativa y correcta. Una sociedad está bien ordenada no sólo cuando está diseñada para promover el bien de sus miembros, sino cuando está efectivamente regulada por un concepto de justicia, es decir que se trata de una sociedad en la que: «1) cada cual acepta y sabe que los otros aceptan los mismos principios de justicia, y 2) las instituciones sociales básicas satisfacen generalmente estos principios y se sabe generalmente que lo hacen». El deseo que tienen todos de justicia limita la persecución de otros fines. Difícilmente, podríamos encontrar descripción más lejana a lo que pasa en nuestro Perú.
En la justicia como imparcialidad —noción primordial en Rawls— la posición original corresponde al estado de naturaleza de las teorías tradicionales. Obviamente, la posición original es puramente hipotética y es concebida con la única intención de facilitar la elaboración de la concepción de justicia. Rawls caracteriza esta situación hasta llevarla a que los principios de la justicia se esconden «tras un velo de ignorancia», siguiendo la imagen ciega que de la justicia tenían los romanos. Esto significa que hipotéticamente nadie conoce su situación en la sociedad (posición, status, etc), ni sus cualidades naturales, ni siquiera su concepción acerca del bien.
Uno de los rasgos de la justicia como imparcialidad es el de asumir que los miembros del grupo en la situación inicial son racionales y mutuamente desinteresados. Al elaborar su teoría, Rawls, se pregunta qué principios de justicia serían escogidos en la posición original y si el de utilidad estaría comprendido dentro de ellos y la respuesta de nuestro filósofo es negativa, porque nadie pondría en juego su propio futuro en aras de la utilidad del grupo. Y de esa manera arremete contra el utilitarismo que en el mundo de hoy y especialmente en nuestra patria ha servido de justificación para sacrificar inclusive a los seres humanos.
Regresando al tema que originalmente nos ocupa, después de este breve comentario sobre el filósofo de Harvard, no nos queda más que reiterar que “gerenciar” no es lo mismo que gobernar; sino que lo segundo subsume a lo primero. Un buen gobernante debe ser un buen gerente, pero un buen gerente no necesariamente será un buen gobernante. Gobernar es harto más complicado, y no sólo porque un país es más grande que una empresa. En una democracia se elige al gobernante y éste debe idealmente cumplir su función en beneficio de todos, cada uno de los cuales tiene además derecho a reclamarle, y aquél nunca puede —éticamente hablando— sacrificar a nadie porque, por extensión a lo antes expuesto, permitiría —si no hubiera sido elegido— que lo sacrificaran a él, y nadie en su sano juicio lo haría. Sólo Cristo lo hizo en beneficio de todos y quizá algún héroe en aras de un futuro más próspero. Si un gobernante exige sacrificios debe exigírselos a todos, dando él el ejemplo.
Claro, me dirán: eso es válido en el plano teórico, pero al descender al práctico resulta poco menos que imposible. Y es cierto, el paso de la teoría a la práctica siempre ha sido motivo de distorsiones, pero también es verdad que desde la primera se ha ido corrigiendo la segunda, haciéndola más llevadera con los vaivenes, avances y retrocesos que todos tenemos que reconocer. El otro camino hubiera sido el de someternos a la barbarie, a la imposición del más fuerte, a la esclavitud, al abuso y a todas esas miserias que la historia nos muestra con pesar y de muchas de las cuales no nos hemos librado todavía. El camino a que nos llevaría olvidarnos de las utopías, sólo podría terminar en la destrucción, posibilidad que por desgracia aún la humanidad no ha eliminado. Con Óscar Wilde digo: “Un mapa del mundo que no incluya la utopía no merece ni que se le eche ni un fugaz vistazo, pues excluye el único lugar al que siempre ha aspirado la humanidad.”
«Gobernar es harto más complicado, y no sólo porque un país es más grande que una empresa».
Creo que Alejandro Toledo no estaría de acuerdo con esa afirmación.