Óscar Sumar, director de Regulación Racional y Doctor en Derecho por UC Berkeley.

Todos podemos coincidir en que los call centers son fastidiosos –al menos para algunas personas- (e implican un costo social) pero también traen varios beneficios, que se miden desde empleos hasta un mejor funcionamiento en el mercado.

El costo social que implican los CC se puede traducir en una falla de mercado: generan una externalidad. Uno puede pedir que no lo llamen más y hasta bloquear números, pero las llamadas nunca cesan. Este rasgo de “involuntariedad” de las llamadas es lo que las convierte en un problema social.

¿Cuál es la mejor forma de combatir esto? Tenemos alternativas que van desde el mercado hasta la prohibición. El mercado significa que las propias empresas respondan a una demanda por privacidad de los potenciales competidores y nos vendan ésta. Por ejemplo, si una empresa quiere ofrecerte publicidad en el futuro, podría pagarte para hacerlo o cobrarte menos por un producto dado. Inversamente, alguna empresa podría dar la opción de pagar extra a un consumidor que quiera que sus datos personales no sean compartidos o nunca recibir publicidad. (Al respecto, recomiendo revisar este interesante artículo de Omri Ben-Shahar, una autoridad mundial en el tema).

Por ejemplo, ver la imagen de abajo para comprobar como una empresa puede vender las opciones “con” y “sin” publicidad de sus productos:

En el otro extremo, está lo que ha hecho el gobierno peruano a través de simplemente prohibir todo tipo de publicidad no solicitada.

En el medio, sin embargo, existen una serie de medidas que pueden ser implementadas para intentar conciliar los aspectos positivos y negativos de la publicidad masiva: crear una lista como “Gracias no insista” y las normas sobre protección de datos personales, sin duda, iban en esta línea.

Sin embargo, el aparente fracaso de estas medidas para solucionar el problema de las llamadas (o emails) no deseadas ha desembocado en una prohibición prácticamente absoluta de call centers y email masivos. Al final de cuentas, parece ser que justamente los fracasos regulatorios alientan a la autoridad (o al Estado) a descansar aún más en la opción regulatoria, cuando lo razonable parecería ser que el fracaso de la regulación debería empujarnos más bien a probar el libre mercado, algo que –ciertamente- nunca hemos hecho en Perú.