Por César Landa, expresidente del Tribunal Constitucional, profesor de Derecho Constitucional en la PUCP y blogger en Observatorio Constitucional.
Con motivo de los doscientos años del aniversario de la independencia del Perú hemos llegado a una etapa de reflexión acerca del estado de la Nación, en relación a las promesas de libertad, justicia e independencia con que el general José de San Martin juró junto al pueblo de Lima, el 28 de julio de 1821, el fin del colonialismo de la monarquía española.
Con una mirada del presente se podría señalar que, si bien aun queda mucho por expandir el bienestar, fortalecer la democracia y la vida sujeta a la Constitución, mucho también se ha avanzado en cada época; en el siglo XIX aboliendo la esclavitud de los afroperuanos y el tributo indígena –trabajo gratuito-, y, en el siglo XX reconociendo el derecho al sufragio de las mujeres, los analfabetos, mayores de 18 años, y militares y policías. Asimismo, el reconocimiento de la propia independencia política y el aseguramiento de la integridad territorial -aunque mermada en conflictos internacionales-, ha ido configurando al Estado.
Pero, el Estado peruano no esta integrado solo de elementos estáticos de pueblo, poder y territorio, sino que el Estado late vida y se empodera cuando adquiere grados de estatidad –stateness–, a partir de resolver cuatro dilemas: primero, ya no el del reconocimiento se su independencia política y territorial, sino económica frente al dominio de las economías centrales a nivel internacional y nacional, para obtener mejores términos de intercambio. Segundo, la afirmación del poder estatal basado en la voluntad popular expresada en las urnas, frente a los poderes privados y fácticos -militares y civiles violentos- en defensa de una democracia militante. Tercero, que el gobierno maneje los asuntos públicos -incluida la economía- conforme a las reglas del Estado de Derecho, es decir protegiendo los derechos fundamentales y asegurando el control y balance de poderes públicos y privados. Cuarto, el fomento de la identidad nacional compartida por “todas las sangres”, basado en el respeto a la igualdad y a la interculturalidad.
La base que amalgame los desafíos pendientes del Estado a partir del Bicentenario debe ser la democracia constitucional pero reforzada, en tanto fórmula política perfectible para afrontar y resolver los viejos y nuevos desafíos de la sociedad y del Estado. En este entendido, corresponde asumir la democracia de forma militante; la “democracia militante”, fue acuñada por Karl Loewenstein, en un trabajo publicado desde el exilio norteamericano en 1937, durante los acontecimientos registrados con Hitler en el poder, en alusión al dramático llamamiento que formuló para salvar la democracia de sus enemigos, aunque fuera al precio de redefinirla como disciplinada o autoritaria[1].
Ello es así, debido a que la democracia alemana de la Constitución de Weimar de 1919 sucumbió ante los enemigos del pluralismo y la tolerancia, precisamente por no ser militante. Por eso, la democracia no es solo un método de gobierno sino que es más que eso; porque se trata de un régimen político no neutral, ni agnóstico, sino que profesa unos valores, una ética que irradia a todo el ordenamiento jurídico, y, portanto fundamento axiológico del concepto político de la Constitución. Por ello, el Tribunal Constitucional, interpretando la actual Constitución (1993) a través de su sentencia 003-2005-PI/TC, estableció que:
“[…] la Constitución ha consagrado dos principios fundamentales: uno político y otro jurídico; el primero, fundado en la soberanía popular, en virtud del cual su opción es por una democracia militante, que no acepta el abuso del ejercicio de derechos en desmedro del orden jurídico; y el segundo, fundado en la supremacía constitucional, en virtud del cual los derechos fundamentales de quienes atenten contra el Estado Constitucional de Derecho y el orden social pueden ser restringidos razonable y proporcionalmente”.[FJ 371] (negrita nuestra).
Ello es así, en la medida que la democracia militante es pluralista y tolerante con los valores del consenso democrático-constitucional y los valores incluso periféricos al mismo; pero, no con los valores contra sistémicos y menos las acciones que pretendan utilizar las formas legales del sistema político y electoral, para atentar luego contra ellos, a través de la apología de la violencia presente o futura. Por tanto, es constitucionalmente legítimo reformar la Constitución para prevenir que aquéllos que quieren subvertir y destruir el régimen constitucional lo hagan instrumentalizando las libertades e instituciones democrático populares.
Por ello, en este Bicentenario se puede señalar que el proceso electoral que ha dado como Presidente Constitucional a Pedro Castillo (2021-2026), pese al rechazo de la derrotada candidata Keiko Fujimori, pone en evidencia la necesidad de incorporar mecanismos que la democracia militante utiliza para protegerse a sí misma, de las acciones anti-sistémicas que la oposición parlamentaria y extra-parlamentaria ha venido implementando desde el 2016. Pero, la reconstrucción de una cultura democrática no solo demanda reformas constitucionales, que aseguren un legítimo control y balance de poderes, sino, también que la propia ciudadanía defienda el pluralismo, la tolerancia y la deliberación racional. Esta es una nueva tarea del Bicentenario, construir una democracia militante deliberativa.
[1] Loewenstein, Karl. ”Militant democracy and fundamental rights”. The American Political Sciencie Revue, vol XXXI. N° 3, pp. 417 ss, y vol. XXXI, N° 4, pp. 638 ss., ambas de 1937.
Muy buen artículo propositivo y que recoge la experiencia reciente para señalar las reformas a la constitución, busca además permitir que el Estado mantenga un balance entre los Intereses públicos y los privados para preservar los derechos fundamentales, por lo que su participación en la economía es explícita. Iniciar una sociedad deliberante es un reto para este siglo. La revolución tecnológica que vivimos puede ser una base para ello.