Primer día de chamba. Llegué una hora antes. La recepcionista soltó una risilla al verme: “Es muy temprano, Carne Fresca. Nadie ha llegado”. La miré con un gesto de sorpresa y pavor. Subí al sexto piso a la volada. Todo en silencio. Supuse que el único escritorio sin papeles encima era el mío. Me senté allí. Esperé.

Uno a uno fueron llegando los practicantes. Los teléfonos gritaban nombres. Los asociados atendían sus pendientes. Los teclados comenzaban a tronar. El estudio despertó.

Estuve esperando a que alguien me dijera algo alrededor de tres horas, que me hablara de cualquier cosa: era nuevo en el lugar, pero nadie se había dado cuenta. Mientras el ímpetu del primer día se desvanecía, en la atmósfera compulsivamente fría por el aire acondicionado, mis manos sudaban con cada pregunta: ¿por qué nadie me llama? ¿Debo ir yo a buscar la chamba? ¿Se arrepintieron de contratarme? ¿Y si me equivoqué de piso?.

De súbito, Julia, la secretaría, me sacó de mis pensamientos. Con voz impersonal, me dijo que vaya a la oficina de Él. “¡Anda!”.

Toqué la puerta y entré. Él me inspeccionó por varios minutos. Sin que me invitara a sentar, habló: “Le tengo un primer encarguito, doctor”. “¿De qué se tratará?”, repliqué. “Me ayudarás a escribir un pequeño artículo. Saldrá el domingo en El Comercio. Pero lo necesito aquí el viernes a primera hora, tú sabes, hay que ser puntuales. El tema: los beneficios de la digitalización de expedientes judiciales. Léete las directivas que ha sacado el PJ. Busca estadísticas de carga procesal y datos de otros países donde esto solucionó el problema. Sé ingenioso. Cualquier cosa me buscas. Gracias”. Cerré la puerta.

No voy a negar que salí feliz, entusiasmado. Escribiría un artículo con mi ídolo, mi nombre en El Comercio junto al suyo. ¡Qué maravilla! ¡Y esto recién comienza!.

¿Por qué tan feliz, chibolo?, inquirió la secretaria. Mirándola con cierto orgullo, le dije que escribiría en coautoría con Él y que el artículo saldría el fin de semana en El Comercio. El ego me ganó. Julia simplemente explotó de la risa. “¿Coautor, dices? ¿O sea que tu nombre aparecerá junto al de Él?”.

“Mira, te explicaré cómo funciona esto, muchacho. Primero, escribes todo el artículo, pero no aparecerás ni por error como autor. Luego de dos o tres años más o menos, con suerte, te pondrá en el primer pie de página, como agradecimiento, claro. Más tarde, cuando ya seas abogado, te aceptará como coautor, pero sigues haciendo todo el artículo tú; no te hagas ilusiones. Si sigues vivo aquí y te alucinas jurista, él prologará tu primer libro. ¿Entendiste?” “Sí, claro”, dije. “¿O sea que nunca escribe nada, todo se lo hacen?”, pregunté. “Así es, ni una puta línea”. “¿Por lo menos escribirá el prólogo?” “¡Tampoco! Eso lo hará el nuevo practicante que conseguirá después de que tú subas”. En cada palabra que salía de sus labios había un tufillo de sadismo, como si, en el fondo, disfrutara de la podredumbre. “Esos son los anillos del infierno de esta carrera, doctorcito”.

“En qué momento se jodió el Derecho”. Isabel no se equivocaba. Los dos años que llevo en este lugar me lo demostraron: 30 columnas de opinión, 20 artículos en portales web, 5 artículos en revistas especializadas. Todos, todititos, con su nombre. ¿Cuántos firmé yo? Ninguno, carajo.

Solo por curiosidad, el domingo compré El Comercio. En efecto, mi nombre no estaba en el artículo. Es curioso cómo en la Facultad Él enarbola la vida ética, pero la pisotea cuando sale de allí. Es triste cómo promueve la meritocracia, pero, cuando puede, la muele a golpes. Es patético cómo sus coleguitas le celebran cada publicación, cada caso, cada “logro” a sabiendas de que esa cosecha no le pertenece. Pero claro, qué le van a decir algo, si todos hacen lo mismo, o quizás peor.

Mientras tanto, personas como yo, pródigas en ilusiones bienintencionadas, se sumergen en la abulia y la desesperanza. No importa empuñar el lápiz todo el día o quemarse los sesos hasta el amanecer. La fama vale más que el talento; la popularidad, más que el conocimiento; la argolla, más que el esfuerzo. No soy un fantasma, ni siquiera a una leve sombra llego. Siento que soy nada para esta gente.

Hace ocho meses, acepté redactar su tesis de maestría. “Doctorcito, yo confío en ti. No tengo que leerla. Mándame un resumen para exponerla bien”. Acabo de enviárselo. Mañana es la sustentación. No tiene idea de lo que vendrá.


Imagen: adaptación de “The legend of the centuries” (1950), de René Magritte, por Pedro Llerena.

Los hechos relatados y los personajes presentados en este espacio son ficticios. Cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia. Enfoque Derecho no se solidariza necesariamente con los comentarios vertidos en este espacio.

 

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