Por Gustavo M. Rodríguez García, abogado por la PUCP, magíster por la Universidad Austral de Argentina, fue Summer Scholar por The Coase- Sandor Institute for Law and Economics de la Escuela de Leyes de la Universidad de Chicago y socio en Rodríguez García Consultoría Especializada.

Parece increíble que todavía se escuchen algunas voces que no entienden que la forma adecuada de proteger a las consumidores es asegurando la libre competencia.

Hace exactamente veinte años –en 1997- Neil Averitt y Robert Lande escribieron un interesante trabajo titulado “Consumer Sovereignity: a unified theory of antitrust and consumer protection law” (publicado en el Antitrust Law Journal) en el que argumentaban que ambos campos se apoyaban como integrantes de una columna vertebral compartida: la soberanía del consumidor. Veinte años después, pareciera que sus enseñanzas no han sido escuchadas –o si han sido escuchadas, no se entienden o no quieren ser entendidas- por lo que parece prudente dejar zanjado que no solo no existe contradicción alguna sino que, por el contrario, la defensa del consumidor desconectada de la salvaguarda de la libre competencia es cualquier cosa menos una verdadera defensa del consumidor.

Para el ejercicio de la soberanía del consumidor, se requieren dos condiciones esenciales: (i) debe existir una pluralidad de opciones del lado de la oferta; y, (ii) debe ser posible la elección razonable entre tales opciones. La normativa que se orienta a la salvaguarda de la libre competencia se ocupa de la primera cuestión. Si las empresas se cartelizan y actúan como si fueran una sola, los beneficios de la pluralidad competitiva desaparecen. La normativa que pretende tutelar a los consumidores se orienta a viabilizar que los consumidores puedan adoptar sus decisiones de consumo –que implican elección- de forma razonable. Información sobre la oferta e idoneidad de la misma son las expectativas que, de ordinario, tiene en mente una legislación de protección a los consumidores.

De nada sirve asegurar información e idoneidad si no se asegura la competencia y de nada sirve asegurar la competencia si los consumidores no pueden elegir razonablemente entre las opciones que se le ofrecen. La agencia de competencia (que es, por ello, una agencia que actúa en defensa del consumidor) debe observar ciertos cuidados. Tan pernicioso es proscribir monopolios bajo la premisa de que la existencia de alternativas es buena para el consumidor, como pernicioso resulta asegurar información perfecta al consumidor que no podrá ser pagada razonablemente por alguien. El balance, entonces, debe ser no solo cuidadoso en cada caso sino que debe tener presente la permanente interacción entre estos dos campos.

Los mercados competitivos son la mejor forma de asegurar que los proveedores se acerquen a las expectativas razonables de los consumidores y, de hecho, consumidores con cierta información permiten avivar la competencia mediante el ejercicio de su elección. Los riesgos de una autoridad focalizada falsamente en el consumidor como una isla –algo de lo que he hablado ya en mis dos libros sobre el tema- son claros: la imposición de un estándar de calidad para determinado producto en la creencia de que se beneficia al consumidor pierde de vista que éste puede reducir la competencia y explotarle en la cara al consumidor que queremos proteger.

Disponer que un producto debe ser libre de cualquier falla posible genera un estándar de perfección impracticable: uno que ningún proveedor puede alcanzar y que ningún consumidor puede costear. Imponer protecciones costosas para beneficiar, supuestamente, a los consumidores únicamente impacta más en los proveedores de menos recursos concentrando mercados y elevando los precios para los propios consumidores que queremos tutelar. En otras palabras, una autoridad de protección al consumidor insensible al objetivo de preservar un mercado competitivo resulta ser, en los hechos, una autoridad anti-consumidor.

Es imposible estructurar una política pública de protección a los consumidores que sea sensata perdiendo de vista la necesaria promoción de la competencia. El monopolio puede servir al interés del consumidor atrayendo competidores mediante los precios elevados de la misma forma en la que el ofrecimiento de un producto de mala calidad incentiva a la competencia a ofrecer un mejor producto y detraer clientela. Quienes pretenden separar promoción de la libre competencia de la defensa del consumidor únicamente revelan que no entienden cómo funciona ni lo uno ni lo otro. Es una falacia radical que debe ser desterrada por el bien de los consumidores y del dinamismo del mercado.