Nuevos casos de homicidio figuran otra vez como la gota que derramó el vaso en temas de inseguridad ciudadana. Siempre es la última gota. El vaso, proclive a las caídas, por enésima vez será tumbado cuando sean vidas las que esta creciente delincuencia cobre. Cada vez que el agua llega al tope, la presencia mediática de las víctimas procede a ser parte de una estadística más. Y, en la medida que impere la impunidad y corrupción, el vaso será cada vez más estrecho y las caídas más frecuentes.

Con el impacto estruendoso en los medios, el problema de la seguridad en las calles aparece como una erupción volcánica y desaparece cuando el tiempo termina por cuajar la lava. El caso de Romina Cornejo, Ariana Reggiardo, Paola Vargas, Luis Choy y Félix Gonzales, por un período acicatearon la acción del Estado para hacer frente al flagelo con la creación del Conasec. Pero la lucha contra el mal que el Presidente Humala se comprometió a liderar poco a poco se fue disipando entre espejismos, ilusiones e “inocentes percepciones”. El tiempo se encargó de enfriar el fervor intento de combatir la criminalidad. Pero hoy vuelve a rugir aquel león dormido de la inseguridad; aquel que despierta impotencia e indignación frente a casos como los de un joven [amigo] universitario de prominente futuro e infinita sonrisa (le decíamos Gonchi).

Diagnósticos existen. Podemos mejorar la capacidad de gasto, crear leyes, invertir en equipamiento, prevención, educación, capacitación, información ciudadana, reformar el sistema penal, ‘municipalizar’ a la policía. Empero, el poco fruto que rinda será en vano si antes no se combate la enraizada corrupción que seduce tanto a quienes debieran de luchar contra el crimen, como a quienes se proclaman víctimas del mismo.

Preocupa que de cada 100 encuestados, según el informe de criminalidad del INEI, sólo el 5.1% de las víctimas delincuenciales presente una denuncia. La poca confianza frente a la institución tiene asidero en la práctica que a diario manifiesta la facilidad con que las autoridades policiales soslayan la comisión de delitos a cambio de unos cuantos billetes que apañan esa “inocente” infracción.

En tal sentido, cualquier intento de denuncia es rápidamente inhibido, a sabiendas de que favorecerá a quien tenga los medios para agilizarla o archivarla. Y, en un escenario así, el culpable siempre será el que guarda el billete, pero no quien extiende la mano, incita la jugada u ofrece con la mirada. No existe corrupto sin corruptor. Es fácil rasgarnos las vestiduras culpando al policía corrupto. Pero difícil es aceptar que la metástasis de este cáncer se explica por la retroalimentación y vista gorda de quien también transgrede la ley, pero no porta uniforme: el ciudadano común y corriente. Esa doble moral que convive en quien critica al corrupto, pero que inmerso en problemas consagra su ‘viveza’ jugando bajo la mesa.

Gonzalo Portocarrero acuña el concepto de “sociedad de cómplices” en alusión a un “ethos”, o forma de vida, que permite apañarnos las culpas y aceptar que otros transgredan la ley porque en el fondo sabemos que nosotros también la infringiríamos si tuviésemos la oportunidad –y el poder- de hacerlo en favor nuestro. Una suerte de ‘pacto social’ que naturaliza la corrupción ahí donde el Estado está ausente y reina la impunidad. En ese escenario va menguándose la confianza en la legalidad para volvernos todos cómplices de la ilegalidad.

Es cierto que la inseguridad ciudadana no se combate de la noche a la mañana. Tampoco se encuentra únicamente en manos de la policía o los militares. Pero si esperamos que en algo cambie la manera en que éstos reaccionan frente a nuestros suplicios, no podemos seguir exigiendo a las autoridades que respeten la ley; que no sean corruptas; y, a la vez, ir agitando tan hipócritamente nuestro rabo de paja. Como bien mencioné, si existe la corrupción es debido a una cadena de complicidades que va desde el Estado hasta el más común de los ciudadanos.