Por: Francisco Biber, estudiante de Relaciones Internacionales

La Unión Europea cumple 21 años entre una accidentada recuperación económica, el espectro del extremismo en las elecciones europarlamentarias del 2014, y el ajedrez de Rusia en la vecina Ucrania. Pero su mayor problema quizás sea “de fábrica” y no de circunstancia.

¿Por qué 2 de 3 europeos creen que su voz no importa en su Unión? (Eurobarómetro 2013) Este ensayo considera que hay errores históricos de diseño y percepción que aún le cobran factura a la Unión Europea. Aquí, un rápido repaso de la historia del sueño europeo, y de cómo los políticos de Maastricht y sus sucesores aún no convencen en la dirección del proyecto político más experimental desde la creación de los Estados Unidos de América.

Del Carbón y el Acero a la Comunidad y a la Unión (1946-1991)

La historia moderna del proyecto europeo empezó a poco más de un año del fin de la Segunda Guerra Mundial, repartida Alemania entre los vencedores y en un auditorio de la Universidad de Zúrich, en 1946. Winston Churchill era el invitado de honor, y durante su discurso propuso la creación de los “Estados Unidos de Europa”. Este proyecto se consolidaría en 1949 como el Consejo de Europa, una organización sin poder vinculante que hasta el día de hoy confunde a muchas personas (hay un órgano de la Unión Europea con su mismo nombre, pero no tienen relación alguna). El Consejo de Europa fue un campo estéril para la integración al no ejercer poder de decisión, y sirvió sólo como un buen precedente.

Así, en 1952 Francia y Alemania Occidental deciden crear la Comunidad del Carbón y el Acero, como una estrategia del país galo para enlazar la producción alemana y francesa de estas dos materias primas esenciales para las armas, y así impedir cualquier futuro conflicto entre los dos países. El valor agregado del acuerdo proponía la eliminación de las barreras comerciales en el carbón y el acero; además de estos dos países, estuvieron presentes en Italia y el Benelux. Esta Comunidad era básica en sus instituciones, pero supondría una base crucial para la formación del sistema europeo porque éstas tenían un verdadero poder de decisión, aún en su limitado enfoque.

Funcionó tan bien la Comunidad que, muchos tratados y enmiendas después, se consolida en 1967 una Comunidad Económica Europea. Para entonces estaba claro que el sueño de un súper-Estado europeo había sido olvidado y relegado en la posguerra; ningún país estaba dispuesto a ceder soberanía en temas netamente políticos, mientras podía beneficiarse con un mercado abierto y amplias libertades económicas sin tener que hacerlo. El proceso hacia una unión política fue muy lento, con un par de avances en la consolidación de un Parlamento Europeo elegido por los ciudadanos (pero que no podía hacer leyes por su cuenta) y la eficiencia de la Comisión Europea, el órgano ejecutivo de la Comunidad (el poder real, elegido por los gobiernos) enfocado en llevar adelante la integración económica de Europa Occidental. Nótese que durante todo este tiempo, Europa del Este existió en paralelo al proceso de integración por la dinámica de la Guerra Fría, viviendo y esporádicamente rebelándose frente a la Unión Soviética.

Entre los sesenta y ochenta, el desempleo, las crisis económicas y las de diferencia debilitaron a Europa y a su proyecto (el período tiene un término casi clínico: euroesclerosis). Por un lado, se inició el plan de la moneda común creando una unidad ficticia basada en las tasas de cambio de las monedas participantes, la cual quedó disciplinada por el Bundesbank y la política monetaria alemana, por ser la más sólida de Europa. Esto generó problemas entre los miembros, que veían cómo este país empezaba a dictar el rumbo de sus economías. A la vez, y cual familia disfuncional forzada a vivir en el mismo techo, Francia y Gran Bretaña (que ingresa a la Comunidad en 1973), entre otros, protagonizaron una serie de líos diplomáticos sobre la política agraria, la forma en que se debería votar por las decisiones y cuánto de la capacidad de controlar la economía nacional se debería ceder a la Comunidad. En particular, el gobierno de Margaret Thatcher intentó abogar por una unión suelta; mientras el Presidente francés François Mitterrand y el Canciller alemán Helmut Kohl intentaron bloquear este objetivo, e incluso amenazaron con una Europa “a dos-tiempos” donde Gran Bretaña quedaría excluida del centro de la integración. Ahora se entiende que el Reino Unido llegó demasiado tarde al proceso, desconfiando del éxito de esta iniciativa: un error histórico que explica su particularidad dentro de la Unión en la actualidad y el liderazgo del eje franco-alemán.

Para pasar a analizar Europa hoy, hay que hablar de los cambios monumentales que se vivieron entre 1989 y 1991. La caída del muro de Berlín, la reunificación alemana y el colapso de la Unión Soviética replantearon la forma en la que los gobiernos europeos cooperaban. Ahora, con una Alemania completa y muchos nuevos países en Europa del Este en quiebra con el fin del COMECON, se planteó con énfasis el rumbo que debía seguir Europa en el nuevo orden internacional, si no quería ser relegada frente a Estados Unidos y las economías de este asiático. El Tratado de Maastricht, que creó la figura de la Unión Europea, fue la respuesta de esta pregunta: los gobiernos de Europa Occidental (y no los ciudadanos) tomaron la decisión de una integración económica irreversible donde Alemania cedería su preciado marco junto a las otras monedas, para concretar la Unión Monetaria con fecha máxima en el 2000. A cambio, Alemania recibió un limitado sistema supra-nacional (es decir, ceder soberanía en leyes de cierta índole más que la económica) usando como plantilla la Comunidad Económica Europea. Este sistema, después de la ratificación del Tratado de Lisboa en 2009, sería lo que hoy conocemos como la Unión Europea. Y Gran Bretaña consiguió su objetivo al introducir para ella una cláusula de escape que no la forzaba a adoptar la moneda común.

Entonces, el proyecto europeo de 1991 se puede entender como la expresión de los intereses de Francia, que buscaba acoplar a Alemania en un eje económico; de Alemania, que buscaría un sistema donde pudiera trabajar con Europa sin parecer una amenaza; y de Gran Bretaña, que buscaba los beneficios del mercado común sin formar parte de una Unión Monetaria, lo que la hubiera llevado a ajustar su moneda a un sistema autónomo que no podría controlar. Así, en un momento histórico, los intereses ciudadanos fueron supeditados a los intereses de sus gobiernos.

Extremismo y ansiedad: la crisis no es sólo económica

No se puede ser mezquino con el genuino idealismo que muchos gestores del proyecto europeo tenían en 1991. En definitiva, la Unión Europea ha logrado acortar distancias y facilitar el comercio entre todos sus miembros, especialmente entre los de la Eurozona. Más importante, ha mantenido una relativa paz en una de las regiones más violentas de la historia contemporánea (exceptuando, claro, su inacción durante las guerras civiles en Yugoslavia). Y al integrar a Europa del Este en el proceso, la Unión Europea favoreció el crecimiento de estos países.

Pero hay un error de fábrica que los líderes europeos de Maastricht no meditaron, y que sus sucesores aún no pueden acordar: la Unión Europea no es una verdadera unión política en un sentido completo, debido a que se fundó como una unión económica sin una base política. El Tratado de Maastricht creó un sistema donde los países pasarían a ceder a un Banco Central Europeo su política monetaria (es decir, el control del dinero, además de poner límites a la deuda y la tasa de interés), pero cada país podría decidir cuánto y cómo gastar a nivel nacional. Un ejemplo de esto último: Grecia invirtiendo 10 mil de millones de euros en las Olimpiadas de 2004.

En otras palabras, la Unión Europea que se creó en 1991 no era más que un grupo de países europeos unidos para expandir su comercio, y no un proyecto donde estos cedieran a una entidad mayor soberanía en temas como su política exterior o su sistema de pensiones o impuestos (la parte fiscal). Cedieron en lo que realmente les interesa porque los Estados europeos han buscado mantenerse como entidades políticas claramente diferenciadas e intentar a la vez acercarse lo más posible en economía, ambiente, etc. Todos los tratados que siguieron a Maastricht (Ámsterdam, Niza y Lisboa, que ha llegado más cerca de una real integración) han existido sólo como respuesta a corregir lo que creó Maastricht.

¿Y por qué es esto un problema, si finalmente el Tratado de Lisboa en 2009 ha corregido muchos de estos errores? Porque los errores se cargan y tienen consecuencias en el presente. La crisis de la Eurozona, por ejemplo, fue resultado en gran parte de las débiles medidas de disciplina fiscal que Maastricht implementó y que permitieron a países como Italia y Grecia gastar irresponsablemente recursos facilitados por el sistema de 1991.

Más trascendental aún que la crisis económica es la crisis de legitimidad que tiene la Unión Europea, porque aun si la recesión pasa, la otra crisis seguirá pendiente. El número de europeos que va a votar por el Parlamento Europeo ha bajado hasta 49% en las elecciones de 2009, su mínimo histórico. Y según la última encuesta del Eurobarómetro de 2013, sólo 31% confía en la Unión Europea. En parte, esto refleja el resultado de la crisis económica y en parte, que las reformas del Tratado de Lisboa, introducido hace cinco años, aún no se materializan en la mente de los ciudadanos. Mientras tanto, partidos de extrema derecha consiguen resultados muy por encima de su promedio en Francia, Austria, Italia y Grecia, entre otros, con miras a las elecciones europarlamentarias de este año. Su éxito es la más clara prueba de que la Unión Europea no ha podido cumplir con las expectativas del ciudadano promedio.

Roto el contrato psicológico, como dirían los teóricos de la administración, la ansiedad de la crisis ha llevado a las personas a favorecer opciones extremas que denuncian “esa anomalía global” que es la Unión Europea en palabras de Marine Le Pen, la líder ultra-nacionalista del Frente Nacional francés. La mayoría de estos partidos son xenófobos, particularmente anti-islamistas, y nacionalistas. De llegar al Parlamento, supondrían una fuerza obstructora que trataría de deshacer el proyecto europeo y todo lo que este ha representado y poco conseguido en integración política.

El proyecto europeo necesita un nuevo impulso porque 2013 no es 1991, y Lisboa no ha podido aún corregir Maastricht. Ahora que la paz y la conexión se han vuelto una cotidianeidad (un hecho más que un éxito) para los europeos, estos exigen mucho más de una Unión (en este momento, que al menos baje el desempleo). Los extremistas europeos, las crisis de la deuda y las protestas en los países más afectados son consecuencia de las fallas de una decisión que iba a implosionar algún día e implosionó en 2008. Las reacciones de los gobiernos han sido fortalecer un poco más a la unión en materia fiscal, donde Alemania mantiene ya un claro liderazgo. Pero Alemania ha apostado por la austeridad de los otros miembros mientras incrementa sus políticas internas de bienestar, y mientras los impuestos de los alemanes financian a estos países. Y el hecho que muchos europeos, como los griegos, abiertamente la culpen de su situación habla mucho de lo desunida y compleja que es la sociedad del continente y lo poco efectiva que ha sido la unión política en integrarla. Una sociedad identificada con su nación/estado es poderosa en cumplir objetivos colectivos. La Unión Europea no puede aspirar a ser nación porque está conformada de muchas naciones heterogéneas. Sus líderes no quieren aceptar que sea un Estado, porque eso implicaría ceder su poder a una entidad superior. Entonces, ¿qué hacer? Como diría Edgar Schein con su teoría de la ansiedad, la única forma de lograr un cambio en las organizaciones sociales es generar mucha más ansiedad para impulsar el cambio que la ansiedad que nos genera cualquier cambio y nos mantiene en el status quo. Una eventual victoria de los extremistas este año puede dar cuenta a los gobiernos europeos y a la Unión Europea que se debe replantear el proyecto europeo (y aterrizar a los ciudadanos con claridad y resultados).

El Tratado de Maastricht fue un error corregible, producto de su tiempo. Pero su corrección se da en el momento que sus consecuencias salen a la luz, y demandará a los líderes europeos una decisión inaplazable del rumbo que debe tomar la Unión (si se convierte o no en una entidad política integral). Y para ello, esta vez los líderes europeos tendrán que convencer a sus ciudadanos. Son los griegos y alemanes, más que el gobierno griego o alemán, quienes deben creer en la utilidad de una Unión y que parte de sus impuestos son bien invertidos en ella o en otros países miembro. Sólo entonces se dejará de hablar de sociedades dentro de Europa para pasar a hablar de una sociedad europea. Las crisis no van a terminar cuando esto ocurra, pero una Europa sólida tiene mayores chances de no repetir los errores del pasado y hacerle frente a problemas nuevos.