El martes pasado, el bloque conservador de la Comisión de Justicia y Derechos Humanos del Congreso de la República boicoteó el debate sobre el proyecto de ley de unión civil, forzando el levantamiento de la sesión por falta de quórum. El martes, los representantes del conservadurismo peruano demostraron –como lo han venido haciendo hace ya un año y medio- que no están dispuestos a sentarse y discutir en términos razonables y al amparo de la ley el texto de un proyecto de ley que permitirá a muchísimos peruanos desarrollar plenamente su personalidad.
Quien sí estuvo abierta al debate el día martes fue la columnista del Diario El Comercio, Rossana Echeandía, quien publicó un artículo titulado “La unión civil en debate”. Antes que nada debo darle crédito: a diferencia de los argumentos que vierten (o más bien escupen) sus correligionarios opositores, lo que dice es cortés (lo que en este contexto tristemente significa que no comparó a la homosexualidad con la pedofilia ni dijo que los homosexuales son enfermos que requieren ser curados). En su artículo, Echeandía plantea tres argumentos en contra de la unión civil: (i) que el proyecto de Carlos Bruce discrimina a quienes no son homosexuales; (ii) que los congresistas deben tener en cuenta la oposición popular a la unión civil al momento de legislar y (iii) que el Perú es un país que tiene un “ADN Católico”. En vista a que el título mismo de su artículo invita al debate, y dado que el Congreso se rehúsa a tener ese debate, me he tomado la libertad de redactar este pequeño comentario a fin de refutar esos tres puntos.
En primer lugar, el argumento de que el proyecto es discriminador por no hacerse extensivo a personas no homosexuales es, por decir lo menos, engañoso. Las personas heterosexuales, por el solo hecho de serlo, pueden contraer matrimonio con la persona que quieran y, si conviven por dos años con una persona de sexo diferente al suyo, tienen acceso al régimen legal de la unión de hecho. Los homosexuales, en cambio, por el solo hecho de serlo, tienen cerradas todas las vías a estas instituciones. Es precisamente allí donde se encuentra el trato discriminatorio en la regulación del matrimonio: solo un grupo puede cambiar su estado civil con la persona que quiere. Si lo que le preocupa a Echeandía es que los heterosexuales que ya se pueden casar y ya pueden tener uniones de hecho, puedan además unirse civilmente, pues es cuestión de añadir unas cuantas palabras al proyecto de Bruce y listo. No tendría sentido descartarlo por completo, para reemplazarlo por proyectos como los de Martha Chávez, Julio Rosas y Humberto Lay, que precisamente no regulan el cambio del estado civil de las personas contrayentes.
Seamos honestos, la unión civil, tal cual está regulada en el proyecto del congresista Bruce, no es perfecta. Es una institución que no le permite a la población LGTB de nuestro país decir que están “casados” (pues serán “unidos civilmente”) y que tampoco les permite adoptar hijos. Un Perú post-unión civil seguirá siendo un país en donde existen algunas instituciones civiles que están disponibles para un grupo de personas, pero no para otros. La unión civil es una curita tratando de curar una hemorragia interna, pero, lamentablemente, sigue siendo lo mejor a lo que se puede aspirar políticamente, dadas las condiciones de nuestro Congreso y nuestra sociedad.
Esto me lleva al segundo punto de Echeandía: la idea de que los congresistas deben reflejar las preferencias de la mayoría de la población. Esto, la verdad, más que un argumento, a mí me parece un problema a superar. Argumentar a favor de que nuestros representantes solo amparen los derechos de quienes están en la mayoría es simplemente reprochable. Se trata, al fin y al cabo, de un argumento que defiende la dictadura de la mayoría y que utiliza argumentos que otrora fueron usados para defender la segregación racial y la persecución religiosa. Esta es una visión sumamente restrictiva y bastante tiránica de democracia, una noción que parece aprobar éticamente cualquier acción siempre que venga con el sello de la mayoría de la población de un Estado. Así, para poder ser consistente, Echeandía tendría que defender el derecho de ese 89% de paquistaníes musulmanes que quiere apedrear a muerte a las mujeres que cometen adulterio; tendría que defender a ese 53% de indios que considera que el divorcio es inmoral y tendría que buscar amparar jurídicamente a ese 74% de hogares peruanos en donde las mujeres son maltratadas por sus esposos. Defender a las mayorías por el solo hecho de ser mayoría es simplemente injusto y resulta sospechoso cuando –da la casualidad- en este caso en concreto la mayoría le da la razón a Echeandía. Yo me pregunto, ¿este relativismo moral se aplica únicamente a aquellos casos en que las estadísticas le favorecen? ¿O a todos? Porque si es a todos los casos que puedan presentarse en el futuro, pues, qué tenebrosa ley moral la que nos plantea.
Lo cierto es pues que en una democracia –una verdadera democracia- precisamente lo que se busca es proteger a las minorías de los abusos de las mayorías. Es por eso, por ejemplo, que nuestra Constitución no permite que se lleven a cabo referéndums sobre asuntos referidos a derechos fundamentales. No importa cuántas firmas reúna Echeandía, ella no podrá crear una ley que establezca la esclavitud, que le quite el derecho al sufragio a las mujeres o que permita la discriminación. ¿Qué es lo que le hace pensar entonces que ella sí puede, en atención a la decisión de la mayoría, negarle el derecho a desarrollar su personalidad a plenitud a la población LGTB del Perú?
Es aquí donde entra a tallar el último argumento de Echeandía, que eleva su culto a las mayorías al nivel de una súper dictadura amparada en lo que ella denomina un supuesto “ADN Católico del Perú”. Para Echeandía, el Catolicismo no es solo la religión que profesa la mayoría de la población, sino que es una manifestación cultural inherente a la propia peruanidad (como si esa minoría no cristiana del Perú no fuera lo suficientemente peruana). Este es el golpe de gracia de su argumento; aquél que pretende dar por terminado el debate de la forma más categórica posible, gracias a la influencia que tiene la Iglesia Católica en nuestro país.
Ahora, si bien la Iglesia (qué duda cabe) es una entidad muy poderosa dentro de la política peruana, creo que Echeandía se equivoca cuando dice que la oposición a la unión civil de la mayoría de la población peruana descansa en una oposición eminentemente religiosa. Por supuesto, no cuestiono que exista una minoría de creyentes que sí se opongan a la unión civil en base a argumentos puramente religiosos. Lo que cuestiono es que este grupo sea mayoritario en la población. Después de todo, según una encuesta de la Universidad de Lima de 2009, solo el 38.7% de cristianos limeños se considera “practicante”, mientras que 55.6% se considera “poco o muy poco practicante”. El supuesto ADN católico de nuestro país descansa entonces en ideas bastante presuntuosas, pero poco realistas, de lo que significa ser católico en nuestro país.
En el Perú existen muchísimos pecados que son amparados por la ley sin ninguna resistencia del pueblo o su ADN. Somos un país en donde existe una tasa de divorcio en crecimiento, a pesar de la prohibición de la Iglesia. Somos un país que regula la libertad de culto, a pesar de que la idolatría es un pecado. Somos un país que no restringe la venta libre de preservativos y píldoras anticonceptivas, a pesar de la oposición de la Iglesia a ambos métodos. La idea de que el peruano promedio se opone a cualquier política pública que atente contra su catolicismo es pues un alegato bastante cuestionable, por no decir enteramente falso.
De hecho, la propia forma de pensar de un católico no deja de ser un concepto bastante laxo, tal como demostró el Papa Francisco con el reciente Sínodo de la Familia. Ni siquiera podría decirse pues que los católicos están de acuerdo con su propia Iglesia en más de un tema de crucial importancia para su fe. Después de todo, 58% de los católicos de todo el mundo están en desacuerdo con que la Iglesia no permita el divorcio, y las cifras solo empeoran si se ven países concretos. 81% de los católicos brasileños está de acuerdo con el aborto, 54% de los católicos estadounidenses está de acuerdo con el matrimonio gay y el 64% de los católicos europeos quiere ver sacerdotes mujeres (quizás ahora Echeandía quiera repensar su posición respecto a la dictadura de las mayorías).
Así vista, la idea de un país completa y fervientemente católico colapsa y, en muchos casos, pasa a convertirse más en una excusa. Se trata de la sinergia perfecta entre una Iglesia que busca tener relevancia en un mundo moderno que –en palabras del propio Papa Francisco- “amenaza al plan de Dios” y personas conservadoras que buscan una forma políticamente correcta en donde enfrascar su temor al cambio social.
Todo esto, además, sin perjuicio de que incluso si el Perú fuese verdaderamente un país de ADN Católico, ello no significaría que los valores y las creencias católicas deberían por tanto ser impuestas a la fuerza a toda la población. La diversidad de pensamiento y de culto son pilares fundamentales de toda república y defender lo contrario no solo afecta a los homosexuales, sino también a los protestantes, los judíos, los musulmanes, los ateos, los divorciados, los convivientes, etc. Es por eso que desde hace siglos sabemos que no es la mejor idea forzar la religión de uno a personas que no la comparten. Los católicos tienen todo el derecho del mundo a regular los asuntos de su fe –incluido el matrimonio religioso- de la forma que mejor les parezca, pero la fe y el Derecho (ahora con mayúscula) son mundos que deben mantenerse separados, por el bien de todos, incluso los católicos mismos.
La tolerancia religiosa es algo que todo cristiano –Católico o no- debería entender bien. Después de todo, los resultados a lo largo de la historia –desde el Circo Romano y la Inquisición hasta las Cruzadas y la Guerra de los 30 años- no son realmente modelos de convivencia pacífica y no son recuerdos que los creyentes –cristianos o católicos- recuerden con alegría.
Es fácil olvidar que los Católicos tienen tantas diferencias con los progresistas y liberales como las que tienen con los luteranos y evangélicos –y quizás esa sea la mayor ironía del movimiento anti-derechos LGTB en nuestro país. Al final del día, muchos de los cristianos protestantes que lideran la oposición a la unión civil son personas que al mismo tiempo claman por el derecho a la protección de su minoría en materia religiosa (una minoría religiosa que definitivamente no tiene un ADN Católico). Son personas que reclaman por el derecho a pensar y vivir su fe de forma diferente a la del Catolicismo, al mismo tiempo que buscan destruir el derecho de otra minoría –los homosexuales- a pensar y vivir su sexualidad de forma diferente a la del Cristianismo.
De esta forma, salvo que queramos discriminar a todo un sector de la población; o que queramos vivir a la merced de cualquier aberración moral que amparen las mayorías de nuestro país; o que queramos imponer nuestras creencias religiosas (o nuestros prejuicios) a otras personas, la única conclusión lógica a la que podemos llegar es que Rossana Echeandía se equivoca; y la verdad es que se equivoca porque no es la primera en cometer el mismo error. La religión y defensa de la dictadura de las mayorías son viejos trucos de probada ineficacia para detener el progreso social.
Ni las mayorías ni las religiones han podido parar la abolición de la esclavitud, el voto femenino, la igualdad racial, etc. Tampoco podrán parar los derechos LGTB, y así como hoy nos parece inconcebible que se prohíban los matrimonios interraciales, así también les parecerá inconcebible a nuestros hijos y nietos que en el Perú de 2015 se hayan prohibido los matrimonios entre personas del mismo sexo.
La pregunta es, en ese día, cuando les contemos de nuestra vida en estas épocas, ¿qué historia les vamos a contar?