Por: Esteban Poole Fuller
Estudiante de la Facultad de Derecho de la PUCP

«Nadie te puede ayudar
nadie tiene tiempo de reclamar
sólo algo todos quieren en común
sólo algo deja bien a casi todo el mundo
quieren dinero, quieren dinero
quieren dinero, quieren dinero»
(Los Prisioneros, Quieren dinero)

Los más recientes conflictos entre la gran minería y la población campesina en Cajamarca han llevado a una crisis política, la declaración de un Estado de Emergencia en la región y temores de militarización del gobierno. En estos momentos cerca del 20% del territorio nacional está concesionado para proyectos mineros (casi el 50% en Cajamarca, 60% en Apurímac y 70% en Moquegua). De acuerdo al último reporte de la Defensoría del Pueblo (noviembre 2011) se registran 125 conflictos. De ellos, 53 estarían relacionados a la minería y 22 al agua. Por otra parte, se anuncian del 2011 al 2016 $50 mil millones en inversiones mineras. Es decir, más de la mitad de la Inversión Extranjera Directa en el país. Podemos esperar que este gran número de proyectos provoque un gran número de confrontaciones con la población. El precio del oro parece que será (entre otros) una creciente conflictividad social y probable inestabilidad política.

Ello sin contar el mayor costo a largo plazo: los pasivos ambientales. De acuerdo a las Naciones Unidas, el Perú está entre los 17 países con menos consumo de agua potable en el mundo (menos de 2000 m3 al año) y se prevé que la mayoría de los glaciares andinos (que alimentan los ríos que abastecen de agua a la costa) se derretirían para el 2030. Lima es, después del Cairo, la mayor ciudad ubicada en un desierto en el mundo y, por añadidura más de un 70% de la energía eléctrica en el país es generada por centrales hidroeléctricas. Por último, de acuerdo con la FAO, el Perú se encuentra entre los 24 países que no cuentan con seguridad alimentaria, siendo un país importador neto de alimentos. La explotación minera descontrolada amenaza las cuencas hidrológicas andinas, provocando problemas de escasez y contaminación del agua que podrían llevar a una espiral de inflación, escasez energética y conflictos sociales aún más agudos. Y ello no sólo en regiones alejadas sino en nuestra propia capital.

Seremos hoy en día un país de Renta Media, nuestra economía habrá crecido rápidamente en los últimos años y seguramente la miseria se habrá reducido, pero no habrá desarrollo sostenible ni inclusión social si nos faltan los recursos más básicos. Y no tendremos paz social ni gobernabilidad si se imponen continuamente proyectos extractivos por encima de la voluntad de las poblaciones.

Pese a lo expresado en líneas anteriores, no comparto la posición tajantemente antiminera de aquellos a quienes se califica de radicales. Simplemente pienso que la minería no debería ser el motor de la economía nacional (por el propio hecho de que los minerales son recursos no renovables y su valor está completamente supeditado a las fluctuaciones de los mercados internacionales). La actividad minera genera ingentes ganancias a algunos (por eso su defensa a ultranza de la misma) y, en un país con altos niveles de informalidad y evasión tributaria, importantes ingresos al gobierno central (un tercio del impuesto a la renta) y a los gobiernos regionales y locales por concepto de canon. No se trata de deshacerse de dichos ingresos, también necesarios para la mejora de la calidad de vida de la población. Solo se trata de no supeditar todo otro aspecto a ello, como la protección del medio ambiente y recursos hídricos. En este sentido, considero que se debería legislar la prohibición (o al menos limitación) de la explotación de zonas de cuencas hidrológicas; que los estudios de Impacto Ambiental deberían ser  realizados por el Ministerio del Ambiente y no por el Ministerio de Energía y Minas, pues este último tiene por prioridad estimular las inversiones mineras; y que las multas a las actividades mineras deberían ser mayores y los procesos sancionatorios más sumarios. Todo ello con el fin de alentar buenas prácticas ambientales: menos minería pero de más calidad, que las condiciones en que desempeña sus actividades se asemejen más a las de Australia, Canadá o Chile que a las de Zambia, el Congo o Mongolia.

Pero la cuestión de la que me ocuparé no es la ambiental sino la de la relación de la gran minería con las comunidades afectadas por su actividad. Descontando que las empresas cumplan con todos los estándares necesarios y las actividades se desarrollan a una escala sostenible, considero que los conflictos sociales seguirían siendo un problema acuciante. Los pobladores, aunque sean debidamente reubicados, reciban un justiprecio por sus tierras expropiadas y la actividad no impacte en su salud ni condiciones de vida seguirán reclamando. La razón: quieren dinero. Es la razón por la que miles, apenas surja la oportunidad, echan mano de la minería informal. Los pobladores de las comunidades de la provincia de Ocongate en el Cusco pueden oponerse vehementemente a la explotación minera en su zona (a pesar de que no haya proyectos en su provincia) pero partirán en grandes números a extraer oro y contaminar ríos en Madre de Dios. La cuestión ambiental es un problema real, pero también una bonita coartada para muchos que, una vez descubiertas las riquezas en su zona, quieren apropiarse ellos de las mismas desplazando a las mineras. Aunque es una actividad ilegal, igualmente contaminante y muchas veces delictiva, responde a un impulso natural de los individuos en la sociedad capitalista: el ánimo de lucro. Si descubriesen oro bajo nuestros distritos nosotros también quisiéramos explotarlo por nuestra cuenta y consideraríamos irrisorio lo que nos paguen por mudarnos. Es un problema socioambiental muy grave, pero debemos comprender que las motivaciones de ambos actores (mineras y poblaciones) son humanas.

Los pobladores protestan muchas veces porque se sienten estafados por las mineras. Esperan recibir más de lo que finalmente les dan. Esperan, por ejemplo, que se les contrate en las minas, pero estas no generan suficientes puestos de trabajo y necesitan personal más calificado. Por otra parte la compensación que reciben se prueba insuficiente cuando muchos de ellos migran a las ciudades. En estas condiciones, desplazar a las mineras formales y dedicarse a la actividad ilegalmente resulta una opción más rentable. Yo creo que para superar esta problemática se necesita un nuevo contrato social entre las empresas mineras y las poblaciones involucradas. Hace falta un esquema en que los pobladores ganen efectivamente más permitiendo que las actividades se lleven a cabo en sus territorios que dedicándose a extraer las vetas con pico y pala.

El Derecho puede aportar una respuesta que permitirá a los mineros seguir haciendo negocios y deje a los pobladores tranquilos… participando del lucro. La idea es implementar un modelo de accionariado difundido y reparto de utilidades a favor de las comunidades y pobladores. Por ley se determinaría un paquete de acciones en la concesión que correspondería a la comunidad y a los pobladores individualmente. En el caso de éstos últimos su participación podría determinarse en base a la extensión de tierra de la que sea poseedores. La proporción de la participación de los mismos en las utilidades de la actividad minera debería hacerse principalmente en base a un criterio económico: que las rentas que les genere la misma como accionistas sean mayores que los ingresos que obtendrían dedicándose a la minería ilegal. Para poblaciones rurales pobres y extremadamente pobres se trataría seguramente de cifras que nunca habrían imaginado obtener: un afortunado morador de los alrededores de una gran mina de Apurímac ganaría tanto como un profesor universitario o el gerente de una pequeña o mediana empresa. La comunidad, a su vez, contaría con cuantiosos ingresos que podría gastar en beneficio de sus pobladores con asesoría de especialistas en desarrollo, financiados, por qué no, por la misma minera. Este reparto de utilidades podría incluso reportar ciertas deducciones tributarias al canon o al impuesto a las sobreganancias mineras, para hacer más atractiva su aplicación. Se trataría de un modelo auténticamente redistributivo que sacaría de la pobreza de un plumazo a cientos de miles y los integraría (como muchos de los abanderados de este modelo económico desean) a la sociedad del consumo, la economía de mercado y el acceso a servicios básicos.

Pocos están dispuestos a atentar contra algo que les reporta beneficios. La mayoría de los accionistas de una empresa no protestan por sus acciones si reciben dividendos. Los pobladores de la zona minera recibirían una cuantiosa renta sin siquiera tener que trabajar y seguramente se aferrarían a este privilegio. Los conflictos, si los hubiese, serían por determinar la participación de la comunidad y de cada poblador en las ganancias, situación que se vería de cualquier manera atenuada con una adecuada regulación. No me sorprendería que bajo un sistema como el propuesto el número de conflictos socioambientales disminuiría drásticamente, porque los involucrados verían realmente más costos que beneficios en oponerse a la actividad. Es más, probablemente hasta defenderían proyectos verdaderamente contaminantes y perjudiciales para la sociedad. A eso lleva un sistema que privilegia conductas egoístas pero no se me ocurre nada mejor y el problema es de todas formas paliable. Correspondería a los ecologistas verdaderamente convencidos y a los sectores más conscientes y activos de la sociedad civil oponerse a dichos proyectos, aunque ello perjudique los intereses de los pobladores de zonas mineras, quienes no saldrían de la pobreza tan fácilmente. Pero precisamente cuando lo exige el interés general debe frenarse el ánimo de lucro de los particulares. Desde el del dueño de Yanacocha hasta el de un campesino cajamarquino que viva sobre una mina de oro.

Sé que la propuesta tendrá muchas objeciones formales desde el ámbito jurídico, como el alegato de que la propiedad no se encuentre registrada en las poblaciones mineras o que esa extensión de la participación es contraria a principios del derecho societario (aunque las acciones fuesen sin derecho a voto). Pero es un problema que el Derecho debe afrontar y se debe legislar venciendo los obstáculos formales. Se trata de una estrategia de supervivencia a largo plazo. Los mineros deben entender que si desean seguir haciendo buenos negocios en el Perú deberán hacer un New Deal con los habitantes de su entorno: hacerlos sus socios en vez de sus adversarios y cederles de este modo parte de sus cuantiosas ganancias. Ese debería ser, a mi entender, el precio del oro y la paz.