Harvard comenzó en una pequeña casa con nueve alumnos. Yale, durante sus años iniciales, no tuvo local propio y las clases se dictaban en el hogar de su rector. Columbia, por su lado, empezó con un profesor y ocho estudiante. Y el MIT tuvo un comienzo tan duro que se pensó en cerrarlo a pocos años de su fundación. Muchas de las hoy grandes universidades del mundo, en fin, no empezaron precisamente como grandes instituciones.

A veces es fácil olvidar que los árboles nacen de pequeñas semillas. Como por ejemplo lo olvida la Comisión de Educación del Congreso, empecinada en elaborar un proyecto de ley universitaria que haría que solo un millonario pueda fundar una nueva universidad.

La Comisión, por ejemplo, busca que el Estado tenga una discreción para exigirle a las nuevas instituciones que desde el inicio cuenten con importantes recursos económicos, humanos e infraestructura. Asimismo, quiere prohibir que comiencen con menos de tres facultades y obligarlas a contar, por lo menos, con un 30% de profesores a tiempo completo y que solo se dediquen al dictado durante el 40% de su trabajo. La comisión también tiene en mente exigir a las nuevas universidades servicios deportivos, sociales y psicopedagógicos. Y, solo por citar otro requisito, obligarlas a que cuenten con recursos para invertir el 15% de su presupuesto en investigación y el 2% en responsabilidad social. Así, si se aprueba el proyecto, las universidades solo podrán empezar a lo grande.

Parecerá estupendo que todos estos niños pudieran nacer adultos. Pero la realidad es que si estas exigencias hubiesen existido hace unas décadas, no se hubiera autorizado la creación de varias de las que hoy son las mejores universidades del país. La PUCP, por poner un caso, empezó con dos facultades (Letras y Jurisprudencia), sin local (los cursos se dictaban en aulas prestadas por un colegio), sin infraestructura deportiva, solo con unos pocos profesores, y con nueve alumnos en la primera clase.

Según el presidente de la Comisión de Educación, el problema de las universidades es que en los últimos años han surgido «como hongos» y por eso sería necesario imponer nuevos estándares. Pero la verdad es que las únicas que ganarían de aprobares su proyecto serían las universidades ya consolidadas (esas que ni se asuman entre las primeras 500 del mundo según el «QS World Universities Ranking«). Ellas enfrentarían menos competencia, gozarían de un negocio más seguro y tendrían que esforzarse menos por brindar una mejor educación. Los perdedores, claramente, serían los alumnos.

Lo que se debería hacer para elevar el nivel educativo es brindar información para que los ciudadanos puedan evaluar la calidad del servicio de cada institución. Por ejemplo, como sugirió Gustavo Yamada, estadísticas sobre la empleabilidad de los egresados de cada facultad del país. Eso sí serviría para que empiecen a desaparecer las universidades cuya educación no sea una buena inversión pues los alumnos, ni tontos que fuesen, pagarían por ella de estar bien informados.

La Comisión de Educación, sin embargo, parece preferir asegurarle el negocio a las universidades consolidadas o a élites millonarias. Y de paso, matar antes de que nazca a una posible gran universidad peruana.