El pasado miércoles 18 de diciembre, la Megacomisión encargada de investigar las incidencias del segundo gobierno de Alan García aprobó recomendar una acusación constitucional contra el ex presidente al encontrar indicios de participación en la concesión irregular de indultos y conmutaciones a sentenciados por narcotráfico durante su mandato. Entre las pruebas que sustentan esta posición se encuentran documentos que contienen la firma de García, en los que cuestiona las recomendaciones de la Comisión de Gracias Presidenciales, además de cartas donde se invita a los internos a solicitar indultos o conmutaciones.
En principio, es menester explicar que la figura de la acusación constitucional reconocida en el artículo 99 y 100 de nuestra Carta Magna, constituye el ejercicio del control político del que goza el Congreso, en específico la Comisión Permanente. Procede cuando un alto funcionario infringe la Constitución o comete delitos en el ejercicio de sus funciones o hasta cinco años después de haber cesado en estas, como es el caso del ex presidente. Es importante destacar que lo discutido hoy en día en el Congreso gira en torno a su posible inhabilitación, por lo que reviste una sanción política que solo el Congreso está facultado de realizar. Del informe que emitan, se utilizarán los indicios que prueben una posible comisión de delitos para ser investigados por el Ministerio Público, quien será el competente en formular la respectiva denuncia ante el Poder Judicial.
Dicho ello, procederemos a analizar el panorama de la acusación y sus posibles implicancias. Como era de esperarse, la reacción de la dirigencia aprista salió entre gallos y media noche a rechazar la acusación señalando que únicamente se busca inhabilitar a Alan García por el temor que generaría entre sus adversarios su postulación presidencial. A los argumentos utilizados para reforzar su defensa le siguieron “la reelección conyugal” y una “cortina de humo”, aunque muy poco se dijo sobre el contenido de la acusación.
Ahora, es necesario recordar el accidentado camino que ha tenido que recorrer la comisión investigadora para el arribo de este informe. En principio, ello se debe a las distintas maniobras ejecutadas por el partido de la estrella: desde reclamos mediáticos por una supuesta persecución política, hasta denuncias penales, retractación de testigos y pedidos de nulidad para evitar que la investigación surta efectos. Si bien es innegable desconocer la legitimidad de ciertos reclamos, como la acción de amparo que dictaminó el reinicio de las investigaciones, lo cierto es que el APRA se ha caracterizado generalmente por cuestionar y sembrar dudas sobre la objetividad del trabajo de la comisión. Esto, indirectamente, ha servido para reforzar suspicacias sobre la “verdad” de un informe que tanto remuerde al partido.
Pero, veamos ¿con este informe acaba la novela? No. Aún queda un largo trecho por recorrer. Tal informe solo constituye el inicio de un amplio proceso de acusación constitucional. Esto pues, primero debe pasar por la Subcomisión de Acusaciones Constitucionales, a fin de calificar la admisibilidad y procedencia de la denuncia, para que a partir de entonces, pueda ser nuevamente debatida en la Comisión Permanente para decidir elevarla o no al Pleno del Congreso. Asimismo, para su posterior aprobación necesitará del voto de 2/3 del número de miembros en el Congreso (sin el voto de la Comisión Permanente) y un factor clave será el voto fujimorista que, recordando las declaraciones de su vocero, Julio Gagó, se comprometió a “no blindar a nadie”.
Debido a la gravedad de los hechos, somos partidarios del esclarecimiento del caso de la manera más pronta posible. Ello, siempre bajo el marco de la ley, respetando las normas y garantías del debido proceso a fin de que todo acusado o posible implicado pueda ejercer los derechos que le corresponden frente a las distintas instancias de la investigación. Es ahí donde subyace la delicada labor de una comisión política de actuar de manera imparcial, remitiéndose siempre a las pruebas que sustenten los argumentos de hecho y de derecho.
Finalmente, de corroborarse la acusación se habría incurrido en una grave violación del orden legal. Distorsionar el poder público para proteger y fomentar grandes redes de corrupción y narcotráfico no es poca cosa. Más aún, si nuestra Constitución proclama explícitamente el deber del Estado de combatir y sancionar el tráfico ilícito de drogas. Así, mientras algunos países son reconocidos mundialmente por liderar grandes reformas a fin de combatir el narcotráfico; aquí, en Perú, es una lástima saber que nuestra agenda pública está cubierta por un gobierno que otorgó 5.500 gracias presidenciales, de las cuales 400 fueron dirigidas a sentenciados por narcotráfico agravado.