Traducido por: Josefina Miró Quesada

En mi libro «Catástrofe: Riesgo y Respuesta», publicado en el 2005, discutí hasta cierto punto el calentamiento global producido por el hombre y qué podría hacerse al respecto. Pese a que el calentamiento global de la atmósfera se ha reducido en los últimos años, las temperaturas del océano se han vuelto cada vez más cálidas a un ritmo que se traduce a nivel mundial como un todo calentamiento continuo; y el calentamiento del océano no es menos alarmante que el de la tierra- éste puede derretir hojas de metano en los océanos (y el metano atmosférico es un gas de efecto invernadero mucho más potente que el dióxido de carbono, el principal agente hasta el momento del calentamiento global) y derretir el hielo ártico y antártico, lo que aumenta los niveles de agua del océano. La opinión científica coincide en que, a menos que se tomen medidas correctivas efectivas, el calentamiento global continuará con el tiempo (posiblemente en este siglo), llegando a niveles en los que, en gran parte debido a la subida del nivel del mar, los efectos acumulados sobre la sociedad humana, principalmente a través de la inundación de regiones costeras (en alrededor de un tercio de la población humana del mundo) y la destrucción de la agricultura y de las especies vegetales y animales, serán catastróficas.

Hay cierta disidencia científica en el consenso científico relacionado a los efectos catastróficos del calentamiento global continuo, pese a que la mayoría de ésta no es científica, sino que proviene de las empresas que queman combustibles fósiles, y los derechistas quienes creen que el calentamiento global es un mito propagado por los liberales.

Mientras que el calentamiento global sea gradual y los efectos catastróficos no se sientan en los próximos 50 a 100 años, hay lugar para la esperanza de que la geoingeniería limitará o incluso revertirá el calentamiento global. Las formas de atrapar el dióxido de carbono producido por la quema de petróleo, carbón, gas natural, y los bosques podrán desarrollarse o la luz solar podrá ser bloqueada mediante la inyección de compuestos de azufre a la atmósfera, lo que reduciría la cantidad de luz solar que llega a la tierra (aunque podría crear otra formas de contaminación – dióxido de azufre, por ejemplo, que crea la lluvia ácida). O en todo caso, podrían desarrollarse mecanismos seguros de dióxido de carbono en tuberías emitidas desde las centrales de energía eléctrica. Incluso hay quienes sugieren «blanqueamiento» de techos (en gran escala) para aumentar el reflejo de los rayos del sol de la Tierra.

Sin embargo, no existe ninguna garantía de que el calentamiento global vaya a ser gradual. Posiblemente resulte brusco; hay una serie de ejemplos en la historia geológica de la tierra en la que ello ha sucedido. Por ejemplo, durante un período llamado el «Younger Dryas» al final de la última era del hielo donde se cree haber visto un aumento en la temperatura media global de 7 grados centígrados, lo que equivale a 12,6 grados Fahrenheit, en tan sólo 10 años. Si esto sucediese, sería una catástrofe increíble. No es posible estimar la probabilidad de que el calentamiento global sea abrupto, pero incluso adelantarse a predecir eventos catastróficos que son en sí, inciertos, podría adquirir un buen sentido económico si los recursos necesarios para hacerlo son modestos.

En sólo los últimos meses, el Presidente ha propuesto un ambicioso programa de reducción de las emisiones de carbono de aquellas centrales eléctricas que queman carbón y otras fuentes de dióxido de carbono. La esperanza se basa en que si el programa es exitoso, pueda inspirar a otros países, especialmente aquellos rápidamente industrializados (como China), para que sigan el ejemplo. Esta esperanza parece muy poco realista.

Un método más eficaz de limitar el calentamiento global que los controles reguladores, como el propuesto por el Presidente (y que, como se ha descrito promete ser una pesadilla burocrática), sería un impuesto sobre las emisiones de carbono; como el defendido en mi libro del 2005, que a su vez, ha sido adoptado en diversos países. Este sería un impuesto reglamentario, destinado a reducir la producción, en este caso del dióxido de carbono como subproducto de la producción de energía eléctrica en las centrales eléctricas que utilizan carbón, petróleo o gas natural como combustible; los vehículos o los fabricantes de vehículos podrían estar sujetos al impuestos por la emisión de carbono también. Pero al igual que la mayoría de los impuestos reglamentarios, un impuesto sobre las emisiones de carbono también produce ingresos fiscales, debido a que ciertos emisores de dióxido de carbono no podrían o no estarían dispuestos (debido al costo) a reducir sus emisiones a un nivel en el cual tengan que pagar cero impuestos. Incluso si los ingresos del impuesto a las emisiones de carbono fuesen modestos, probablemente serían suficientes para financiar la totalidad del programa de impuestos, y en ese sentido, sería menos costoso para el gobierno que un programa reglamentario. Estos serían menos costosos para la sociedad entera, de hecho, debido a que la administración de un impuesto que grava, por ejemplo, a los fabricantes de vehículos y plantas de energía eléctrica costaría mucho menos que administrar un programa reglamentario.
Por otra parte, una grave debilidad de un programa que establece límites a las emisiones de carbono es que una vez alcanzado dicho límite, el emisor de carbono no tenería mayor incentivo para continuar reduciendo sus emisiones, mientras que si la regulación toma la forma de un impuesto sobre éstas no es un incentivo para reducir las emisiones hasta llegar a cero, sino para eliminar la carga fiscal por completo, a condición de que esta se puede hacer a un menor costo que el impuesto.
Es importante, por cierto, que el impuesto sea sobre el carbono, no sólo en el carbón, la gasolina, gas natural u otros productos (o actividades, tales como la deforestación por el fuego) que al quemarse liberan carbono a la atmósfera. Con un impuesto sobre el carbono, el emisor recibe incentivos no sólo para reducir la quema de combustibles que contienen carbono, sino también para producir menos carbono por la cantidad de combustible quemado. Si el impuesto es sobre, por ejemplo, toneladas de carbón quemado, al productor le será indiferente la cantidad de carbono que cada tonelada de carbón que se quema emita, en lugar de ser incentivado para reducir al mínimo dicha cantidad.

Estoy seguro de que el presidente y sus asesores son conscientes de todo esto. La razón detrás de proponer un programa burocrático, engorroso y costoso de regular en vez de un impuesto regulador está en la reacción histérica por parte de las empresas y conservadores frente a la imposición de cualquier nuevo impuesto. Es el temor de esta reacción lo que llevó al presidente a llamar el impuesto regulador en su plan de salud una «pena», que ponía en peligro la constitucionalidad del plan, pese a que el plan de gestión logró evitar la invalidación de un voto en la Corte Suprema. El miedo pudo haber sido superado en el plan de la salud y puede superarse en el control de carbono, mediante un corte que compense algunos otros impuestos federales, tales como el impuesto de sociedades o del estado, ninguno de los cuales es un impuesto eficiente.