Los lamentables resultados de las elecciones de la Municipalidad Metropolitana de Lima en cuanto a votos nulos y en blanco son una buena oportunidad para repensar el sistema de voto obligatorio. El voto obligatorio es probablemente uno de los peores rezagos con los que carga nuestro país. Hoy en día, la obligación de votar se mantiene en tan solo alrededor de 20 países en todo el mundo. A todas luces el voto voluntario es la regla, y dentro de la lista de países con este sistema se encuentran las democracias más avanzadas del mundo.

Probablemente el argumento que con mayor frecuencia se esgrime a favor del voto obligatorio es que nos encontramos en un país con una democracia incipiente, que necesita ser previamente fortalecida para luego, una vez sólida, proceder a reformas como volver el voto facultativo. Falso: las democracias más solidas a nivel mundial manejan un sistema de voto facultativo y lo tuvieron incluso estando en formación.

Además, obligar a elegir a los representantes genera en la mayoría de los casos –y cuando no, probablemente se trata de un golpe de suerte- resultados poco óptimos para el país. Cifras del Latinobarómetro muestran que más de la mitad de la población no se siente representada por los miembros del Congreso y los partidos políticos. Asimismo, el Perú tiene el tercer peor resultado en el índice de satisfacción con la democracia de todo Latinoamérica.

Ello ocurre porque un gran porcentaje de las personas que acuden a las urnas votan de manera desinformada. Y ello no es en absoluto reprochable. Los costos de emitir un voto suficientemente informado son notablemente altos, tanto en tiempo como en dinero. En las elecciones de la semana pasada, por ejemplo, una persona que haya querido emitir un voto informado habría tenido que invertir tiempo en conocer las siete organizaciones políticas participantes, así como los 21 candidatos de cada lista y los planes de gobierno correspondientes. En total, para emitir un voto informado uno habría tenido que informarse sobre 147 candidatos y sobre 7 planes de gobierno distintos. Ello, por supuesto, implica que esa persona deje de realizar actividades valiosas para informarse a cabalidad, como trabajar, estudiar o estar en familia. ¿Cómo podría ello ser reprochable? Los votantes son, pues, racionalmente ignorantes, ya que los costos de adquirir la información superan el beneficio esperado de la votación, en tanto se sabe que un voto individualmente considerado no hará diferencia alguna en los resultados.

Si el voto fuera voluntario, las personas que racionalmente han escogido no informarse respecto de los candidatos elegirían no votar, lo cual generaría que se excluyan los votos de menor ‘calidad informativa’. La obligatoriedad del voto genera el efecto contrario: los votos desinformados escogen candidatos de menor calidad, y basta con mirar nuestra realidad parlamentaria –por poner un ejemplo- para comprobarlo.

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