Hoy, domingo de Pascua, cerramos la #SemanaTemáticaDeLaReligión luego de haber invitado al lector a reflexionar sobre este concepto a partir de una mirada crítica desde el terreno del Derecho. Como bien señalan algunos autores, existe una estrecha relación entre ambas disciplinas; al fin y al cabo, tanto el Derecho como la religión constituyen un conjunto de creencias que se plasman en normas o pautas que rigen la conducta del ser humano. Sin embargo, debido al principio de laicidad que prevalece en el ámbito público, se entiende que la moral o los dogmas van por una senda distinta que la de nuestro orden jurídico. Y es que en un país que se jacta de tolerante y pluricultural, no es posible hablar de una sola religión, por más mayoritaria que sea. Siguiendo esta misma línea, para el presente editorial pretendemos cerrar esta semana analizando el asunto desde el lente de las minorías religiosas, incluyendo a aquellas personas cuyas creencias no se enclaustran en dogma alguno. Como partidarios de la libertad de expresión, culto, conciencia y religión que nuestra Constitución reconoce, buscamos destacar la importancia que implica el ejercicio de estos derechos y el rol del Estado en protegerlos, independientemente de nuestras convicciones.

Lo primero que hemos de abordar es el tratamiento que reciben los grupos religiosos por parte de un Estado que “dícese” ser Laico y que, en consecuencia, teóricamente debiera ser equitativo. Es preciso mencionar que con laicidad no nos referimos, como bien señala Betzabé Marciani, a un separatismo absoluto entre la Iglesia y el Estado, sino más bien a una autonomía respecto de las políticas públicas y legislativas. Esto, en la práctica, tiene un tratamiento bastante difuso. Si bien el artículo 50 de nuestra Constitución reconoce que el Estado es independiente y autónomo respecto de la Iglesia Católica o cualquier otra confesión religiosa, lo cierto es que la realidad nos dice otra cosa. El vacuo concepto de “colaboración” hace cada vez más difícil diferenciar cuándo se hace uso de éste para encubrir privilegios y beneficios como la exoneración de impuestos o los salarios que reciben determinados obispos, de aquello que deriva del “rol histórico y cultural” que también se le reconoce. Preocupa, por poner un ejemplo, que siendo la materia educacional una de las principales políticas estatales, se realice obligatoriamente el dictado del curso de religión en la currícula escolar y que este se encuentre constituido únicamente a partir de lo que promulga la Iglesia Católica. Ante esto, cabe preguntarnos, ¿realmente somos equitativos respecto de los demás cultos?, ¿verdaderamente somos independientes en las políticas públicas? En definitiva, creemos que no.

Por esto, a raíz de los problemas señalados, en el año 2010 el Congreso aprobó la Ley de Libertad Religiosa, generando un marco regulatorio para esta materia y de esa forma confirmar lo que ya derivaba del derecho fundamental consagrado en nuestra Constitución. Así, entre los derechos que quedaron reafirmados con esta ley podemos destacar el tan aclamado reconocimiento de la diversidad de entidades religiosas y su derecho a ser tratadas en igualdad de condiciones a fin de gozar de los mismos derechos, obligaciones y beneficios. Además, la ley también otorga la potestad a los particulares de exonerarse en el ámbito educativo de los cursos de religión por motivos de conciencia o convicciones religiosas, sin que esto implique una menor valoración en su desempeño académico. Hasta aquí, todas estas implementaciones en la regulación significan un claro avance hacia la tolerancia e igualdad de trato en el ámbito religioso. No obstante, la ley aún está lejos de ser perfecta. Si bien se reconoce el derecho de no recibir los cursos de religión, nada se ha dicho sobre la posibilidad de que la currícula sea modificada para que pueda abarcar a las demás confesiones y así evitar que sea un curso de adoctrinamiento. Asimismo, a pesar de que existe un esfuerzo por lograr un trato equitativo, en la realidad siguen existiendo mayores beneficios a la Iglesia Católica, incluso la propia ley en su 2da disposición complementaria final señala que se deberá respetar lo establecido en el Acuerdo de 1980 entre la Santa Sede y el Estado peruano. Queda así, aún mucho por hacer en este ámbito.

Ahora, con todo lo dicho aún queda una pregunta en el aire: ¿qué pasa con los no creyentes? Como bien ha señalado Úrsula Indacochea, en el Perú se discute poco acerca de la libertad religiosa del no creyente, ignorando el sentido multidimensional de este derecho que le otorga a todo individuo la posibilidad de creer como de no creer en una religión y todo lo que deriva de esto, pues es legítimo tener creencias éticas o morales ajenas a este ámbito y que, sin embargo, rigen el accionar individual de cada uno. Aquí, el Estado también cumple un papel importante por tener el deber de garantizar la protección y promoción de las condiciones para que toda persona pueda desarrollar su libertad de conciencia al mismo nivel que aquellos que han adoptado alguna religión.

Para terminar, consideramos que sería mezquino negar que varios de los principios del Derecho se nutren de las enseñanzas de la doctrina Católica, especialmente de aquellas que abordan un ámbito más social en base a la vida de Jesucristo y que generan una valiosa base ética sobre la cual es posible construir las normas de una sociedad justa y equitativa. No obstante, en lo que respecta al actuar del Estado y sus deberes con respecto a las demás religiones, es vital que nuestras políticas públicas otorguen un trato equitativo, tolerante y de respeto, a fin de no generar tratos arbitrarios entre las variadas entidades y creencias religiosas. A fin de cuentas, se debe tener presente que todas las decisiones adoptadas por los organismos públicos regirán la vida de todos los peruanos: tanto de creyentes mayoritarios y minoritarios, como de los no creyentes.