Por Samuel Abad Yupanqui, abogado y Doctor en Derecho, especialista en Derecho Constitucional y Derechos Humanos.

Con motivo del debate sobre el proyecto de la nueva Ley Universitaria, se ha reabierto la discusión sobre los alcances de la autonomía universitaria. Para algunos, por lo general interesados en que el proyecto no sea aprobado, un argumento central es que aquel viola dicha autonomía. Otros, en cambio, estiman que la autonomía concebida en términos absolutos ha sido un pretexto para impedir toda reforma sustantiva y mantener la actual situación de crisis que atraviesan nuestras universidades. Por ello, nos parece fundamental precisar sus alcances y límites a fin de evitar interpretaciones indebidas que impidan un debate serio y sobre bases sólidas. Veamos.

La expresión autonomía universitaria “se ha convertido (…) en un auténtico mito jurídico, susceptible de esgrimirse con los más diversos fines y capaz, apenas formulado de tapar toda posible discusión ulterior»[1]. Ello ha sucedido, pues muchas veces se ha confundido autonomía con autarquía, es decir, con un poder absoluto no sujeto a límites legales. Ello no es exacto.

La autonomía universitaria no implica soberanía, ni tampoco permite congelar el modelo de organización existente y menos desconocer los derechos fundamentales. Por ello, hace bien el texto constitucional (artículo 18) en reconocer la autonomía, precisando que “ Las universidades se rigen por sus propios estatutos en el marco de la Constitución y de las leyes». Es decir, no se trata de un ordenamiento universitario paralelo que se encuentra al margen del ordenamiento jurídico general. La autonomía se inserta en el marco constitucional y legal vigente. Es decir, en palabras de Tomás-Ramón Fernández, es un «poder limitado» y, como veremos, «funcional»: la autonomía universitaria es «autonomía para la ciencia y no otra cosa.»

Ello explica que el Tribunal Constitucional haya sostenido que la autonomía universitaria «puede ser entendida como la facultad de autorregulación que tienen todas las universidades ya sea en el ámbito normativo, de gobierno, académico, administrativo y económico, destacando además que dicha autorregulación no implica autonomía absoluta, sino relativa pues su ejercicio debe ser compatibilizado con otros bienes constitucionales” (Exp. N°  00037-2009-PI).

La finalidad que la justifica es garantizar la libertad académica, la libertad de cátedra y, por ende, la investigación y una enseñanza crítica y plural, libre de imposiciones y dogmas. De ahí que se afirme que es un «poder funcional». Precisamente, para ello requiere de una determinada organización que la respalde. Esto no significa que exista un solo modelo organizativo; no hay recetas únicas que por sí mismas garanticen el éxito. Así lo evidencia la historia de la Universidad occidental que «ha contemplado un largo desfile de formas organizatorias del más diverso tipo: fundaciones públicas, privadas, regias, religiosas, municipales, estatales, empresas, organismos administrativos, corporaciones de profesores solos, de profesores con estudiantes, profesores como profesionales libres, o como empleados laborales, o como funcionarios; organizaciones rozando el límite de la informalidad o estrictamente burocratizadas»[2]. En consecuencia, la ley pueda desarrollar el modelo organizativo que los poderes públicos -el Congreso y el Ejecutivo, elegidos democráticamente- estimen conveniente y razonable para garantizar la libertad académica y, además, una educación de calidad.

En definitiva, la autonomía universitaria no impide la intervención del Estado siempre que sea legítima y no interfiera con el cumplimiento de sus fines educativos y culturales; es decir, en palabras de García de Enterría, con la «función crítica y formativa» que debe identificar a toda Universidad y que en la actualidad, lamentablemente, no todas vienen cumpliendo a cabalidad.


[1] FERNÁNDEZ Tomás Ramón, «La autonomía universitaria: ámbito y límites», Madrid: Civitas, 1982, p. 31

[2] GARCÍA DE ENTERRÍA Eduardo, «La autonomía universitaria», RAP, Madrid: CEC, N° 117, 1998, pp. 8-9