Joan Miró, “El muro del sol” (Edificio de la UNESCO en Paris)

Por: Felipe Gamboa
Asociado de Miranda & Amado Abogados

“Ciencia ficción jurídica, esoterismo legal, derecho exótico”. No deja de sorprender que en el Encuentro Nacional de Cultura 2011se haya advertido la carencia de abogados especializados en derecho de la cultura: mientras que en España y Argentina existen maestrías y doctorados que integran la regulación nacional e internacional vinculada a los procesos y asuntos culturales, las facultades de derecho peruanas todavía no ofrecen a sus estudiantes un curso electivo sobre la materia.

Como consecuencia de lo anterior, en el Perú normas como la ley del libro o la ley de lenguas originarias se interpretan como iniciativas desarticuladas e inconexas.

Peor aún, cuando se presentan proyectos de ley relativos a industrias culturales o interculturalidad (por ejemplo, cinematografía o consulta previa) se apela a la benevolencia o generosidad de los legisladores, perdiéndose de vista que su aprobación no es más que una exigencia derivada de las décadas de desarrollo que los derechos culturales tienen en el derecho internacional de los derechos humanos.

En otras palabras, el marco legal aplicable a las actividades de artistas y gestores culturales no es estudiado como la expresión de un derecho y deber constitucional ni como la plasmación de las obligaciones que el Estado peruano asume al suscribir Convenios vinculantes. El escaso presupuesto del Sector Cultura (menos del 1% del PBI que recomienda la UNESCO), es la consagración de la lógica de la cultura como favor y no como derecho.

En cierta forma, en el campo del derecho de la cultura se hizo realidad aquella promesa shakespeariana recogida en Enrique VI que anunciaba la muerte de todos los abogados. La paradoja es que la ausencia de este debate académico en las facultades de derecho ha dado como resultado Tratados que se reducen a la condición de textos retóricos sobre las bondades del arte, derechos que no tienen la calidad de universales e interdependientes y legislación dispersa que ilustra de manera ejemplar aquello que se denomina “letra muerta”.

Inclusive, las sentencias en las que el Tribunal Constitucional recurre a la Constitución Cultural como marco de evaluación de la constitucionalidad de leyes (por ejemplo, corridas de toros, hoja de coca o inversión privada en patrimonio cultural), lejos de motivar y enriquecer una discusión intelectual, sucumben como anécdota de interés casi exclusivo de uno que otro “abogado culturoso”.

Por eso, pronunciamientos explícitos y literales sobre la obligación estatal de “elaborar y llevar a cabo una política cultural constitucional, a través de la educación, los medios de comunicación social, la asignación de un presupuesto específico, por ejemplo, que le permita realizar el deber de promover las diversas manifestaciones culturales” (STC 0042-2004-AI), no se proclaman como sustento para la promulgación de medidas que permitan, por ejemplo, mayores fuentes de financiamiento para la cultura.

La improvisada inclusión del mecenazgo en la ley de creación del Ministerio de Cultura, así como el intento frustrado de lograr una contribución parafiscal orientada a la producción cinematográfica, son manifestaciones muy distantes del éxito que la Ley Valdés (Chile, 1990) o la Ley Rouanet (Brasil, 1991) han tenido sobre el acceso de los ciudadanos a fondos mixtos para la ejecución de proyectos culturales.

Estando ad portas de la discusión del Presupuesto Público para el ejercicio 2012, viene bien recordar que la cultura no es un favor sino un derecho y que la legislación inspirada en este constituye una rama autónoma a cuyo estudio no pueden ser ajenas las escuelas que forman abogados. La indesligable conexión entre cultura, democracia y desarrollo, -y especialmente-, el reconocimiento del derecho a la cultura como universal, indivisible e interdependiente, nos permite afirmar con Amartya Sen que “la cultura no es independiente de las preocupaciones materiales, ni espera su turno detrás de ellas”.