Por Mariana Victoria Huamanchumo Barba, integrante del área de investigación y contenido de Somos Amalia

“Las chicas maduran antes que los chicos” es algo que todos, sobre todo durante la pubertad, hemos oído. Como muchas otras frases usadas hasta el desgaste, son pocas las veces en las que realmente analizamos su significado: ¿Es cierto acaso que las niñas maduran más rápido? o, lo que es más importante, ¿Qué implica darlo por sentado? De regreso al aula de clase, recuerdo que la conducta esperada en mis compañeras y en mí era muy distinta a la que se toleraba en mis compañeros. Una chica debía saber comportarse moderadamente, cuidar su imagen y su lenguaje corporal, porque supuestamente es más madura, o, mejor dicho, se le demanda que actúe con mayor madurez. A los chicos, en cambio, parecía perdonárseles muchas más cosas.

Evidentemente, las exigencias colocadas sobre los géneros son una clara manifestación de su artificialidad. Como bien señalaron Simone de Beauvoir con la revolucionaria sentencia “no se nace mujer, se llega serlo” (1972: 109) y luego Judith Butler con su teoría de la performatividad (2007), no existe ninguna esencia intrínseca en los cuerpos ni en los órganos genitales, nada hay que nos haga comportarnos de manera masculina o femenina. Estos son, por el contrario, sentidos socialmente construidos y reproducidos. Si aceptamos que el aula de clase es uno de los primeros y más importantes espacios de socialización, es natural que sea allí donde se adopten y configuren los patrones genéricos. Dicho de otra forma, a todos en el colegio nos tocó aprender a ser hombres y mujeres.

Estamos entonces ante un sistema estrictamente binario, que por supuesto no contempla a la comunidad LGTBIQ+, sino que, por el contrario, castiga cualquier transgresión o ambigüedad con el exilio social. Así, durante los últimos años de la primaria y especialmente en la secundaria, momento crucial en la formación de la identidad, los alumnos deberán ajustarse a los patrones genéricos que de ellos se esperan. En el caso de las chicas, existirá una enorme presión por la belleza, el orden y la capacidad de adecuación, aun a costa de la autenticidad. No es coincidencia que, tal como estudia Michael Kimmel en The Gendered Society (2011), sea precisamente en esta etapa cuando la autoestima y la confianza de las alumnas muestran un sustancial declive.

A esto hay que sumar el ambiente claramente hostil que muchas veces se puede encontrar si visitamos un aula de adolescentes de entre 12 y 16 años. El acoso sexual entre compañeros de clase es una realidad alarmante, hoy aún naturalizada y percibida como simples bromas propias de la edad. Según UNICEF, en 2019 se reportaron más de 4100 casos, de los cuales la gran mayoría de las víctimas fueron niñas y adolescentes. Sin embargo, debe contemplarse que estos son únicamente los casos denunciados y considerados por las autoridades. Recurrir a la experiencia personal puede ser, a veces, poco preciso, pero a falta de mayores estudios cualitativos en torno al tema, lo considero una salida ilustrativa. Recuerdo, por ejemplo, que en la escuela mis compañeros les desabrochaban el brasier a las chicas que se sentaban delante de ellos durante las clases. Nadie nunca dijo nada y si algún docente lo notó, parece que optó por no hacer mayor problema al respecto. Situaciones como esas existen y no están en ninguna estadística.

En aquel entonces yo me preguntaba por qué ninguna de mis compañeras, ni siquiera yo, hicimos algo. Ahora creo saberlo: si durante años te dicen que los chicos son así, inmaduros y sin autocontrol (especialmente durante la pubertad) y que, ante eso, solo te toca tener paciencia, terminas por creerlo y aceptarlo. Alterarse o denunciar habría sido no estar a la altura de la madurez esperada de una chica. Se hubiese pecado de infantil, motivo suficiente para ser excluida, el terror más grande en la secundaria.

Ahora bien, podría pensarse que, en consecuencia, los hombres son los favorecidos en el aula. Su comportamiento típicamente caótico puede conducir a la idea de que ellos son libres de hacer lo que quieran. Para abordar este asunto me gustaría parafrasear a Carol Gilligan, quien señala que las jóvenes van perdiendo poco a poco la voz, mientras que su contraparte masculina se ve urgida a alzarla (2011: 207). Esta observación me parece muy acertada, puesto que resume bastante bien las reglas genéricas que gobiernan. Como es sabido, del hombre se espera todo aquello que en la mujer se rechaza: prepotencia, rudeza, insensibilidad. Hay que demostrar en todo momento que se es masculino ante los pares, que fungirán como árbitros y que determinarán el éxito o el fracaso en el universo social que es el aula. Aquel que no logre ocultar sus emociones, que muestre signos de debilidad o delicadeza, dejará de ajustarse a los estándares binarios para convertirse en un ser ambiguo y, en consecuencia, excluido y victimizado por el círculo homosocial masculino. Así, los hombres pueden (e incluso deben) ser ruidosos, pero nunca para revelar sus sentimientos. Son muchachos que gritan muy fuerte cuando están en grupo, pero con una voz que no es la suya. Y cuando están solos, en cambio, se sienten desorientados, pues no se les han brindado las herramientas necesarias para expresar lo que verdaderamente desean o piensan.

El resultado de este cuadro son adolescentes sobrepasados y enmudecidos por imposiciones genéricas que se tornan imprescindibles si se quiere lograr un sentido de pertenencia en el salón. Muchas de estas niñas enfrentarán serias dificultades para reconocer y luchar contra situaciones de acoso en su vida adulta. Así mismo, los niños, privados de una orientación emocional adecuada, crecerán avergonzados de sus sentimientos y, por tanto, con problemas para gestionarlos. Lo más lamentable, es que continuarán reproduciendo el sistema injusto y jerarquizado en el que se educaron, en el que la binariedad es regla y en el que de un sector de la población se espera aceptación y del otro, violencia.

Es aquí donde entra la importancia del enfoque de género en la currícula escolar. Es crucial que, además de la formación teórica en torno al carácter netamente cultural del género, los alumnos sean tratados acorde a dicha consigna. Es decir, que los padres, maestros y autoridades educativas propicien un ambiente libre de estereotipos, en el que las normas y las expectativas colocadas sobre los estudiantes sean equitativas e independientes del género o sexo.

Referencias bibliográficas:

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