Por Alejandra Flecha, ex miembro del Consejo Directivo de Themis.
En noviembre del año pasado, publiqué en Enfoque un artículo en el que describí la importancia que tienen los moots en la enseñanza del derecho y en el desarrollo profesional de los alumnos. Lo leí hace algunos días y ahora, luego de mi última participación en un Moot, me di cuenta de que el artículo que escribí no está equivocado, pero sí incompleto.
Hasta ese momento, pensaba que la importancia de esas competencias estaba sobretodo en las habilidades escritas y orales que se desarrollan en los alumnos. La capacidad para manejar un discurso limpio, coherente y bien articulado. La facilidad para argumentar frente a un tribunal y la rapidez mental para responder a las preguntas o superar los imprevistos que pudieran presentarse en cada una de las audiencias.
Sin embargo, luego de vivir mi última experiencia como integrante del equipo de la PUCP que participó en la competencia de arbitraje organizada por la Universidad Carlos III de Madrid, me di cuenta de que lo verdaderamente valioso de esas experiencias no son necesariamente los conocimientos jurídicos y nuevas habilidades escritas y orales que los alumnos puedan desarrollar. Lo verdaderamente valioso de esta experiencia trasciende esas habilidades.
Este año, a diferencia de nuestro primer moot, a mi equipo le tocó vivir algo nuevo: nos tocó convivir a todos, participantes y entrenadores, en un mismo departamento, nos tocó conocernos e integrarnos mucho más que antes. Descubrimos que, a medida que pasaba el tiempo, todos nos sentíamos muy cómodos juntos, que no pasaban diez minutos sin que nos riéramos y que todos estábamos siempre dispuestos a colaborar. Una vez que empezó la competencia, casi sin darnos cuenta, se trasladó esa nueva relación entre todos a cada una de nuestras audiencias.
Se volvió algo normal entre nosotros estar atento a lo que necesitaba cada uno: citas, copias, impresiones, comida, café o simplemente un abrazo. Se volvió normal entre nosotros que aquellos a los que les tocaba “descansar” (porque no tenían audiencia al día siguiente) dijeran siempre: “Dime que necesitas que haga”. Así, algunos descubrimos y otros recordaron lo que verdaderamente significaba ser parte de un equipo.
Hasta este momento este artículo no parece tener alguna relevancia jurídica que justifique su publicación en una página de derecho; parece más bien una crónica de lo que fue la participación de un equipo de la PUCP en una competencia de arbitraje.
Creo, sin embargo, que sí está relacionado con el derecho, con la enseñanza del derecho. Una experiencia como esta tiene un importante impacto en los alumnos, en su forma de ser, en su forma de ver las cosas. Todo esto depende, evidentemente, de las personas que se encuentren a cargo del equipo. En este caso, tuvimos la suerte de que Malcolm Malca, Alfredo Bullard y Milan Pejnovic, los profesores, el adjunto del curso y nuestros entrenadores, son personas excepcionales y que apuestan por cada uno de sus alumnos, se interesan en ellos y en hacerlos mejores no solo como profesionales, sino también y sobre todo como personas.
Son ellos los que nos hicieron entender que no importa el resultado, son ellos los que te daban la tranquilidad necesaria para no tener miedo a equivocarse, son ellos los que hicieron que lo mejor de cada audiencia fuera el final cuando todos íbamos a abrazar a los que habían participado. Son ellos los que hicieron que entendamos todo lo que implicaba trabajar en conjunto, ser un equipo.
En un contexto en el que lo único que importan son los resultados, ellos lograron que nuestro equipo entendiera que no era así, lograron que salgamos a divertirnos, a aprender y a disfrutar de lo que hacíamos. Eso hicimos y tanto nos divertimos que ganamos la competencia y al momento del anuncio, la reacción inmediata de todos fue abrazarnos, todos juntos y, como dijo Alfredo, en ese abrazo concentramos todos nuestros sentimientos: estrés, cansancio, angustia, alegría, pero, sobretodo, mucho pero mucho cariño.
Son profesores como ellos los que marcan la diferencia, los que prestan atención a lo que cada alumno en particular necesita, a sus defectos y virtudes, habilidades y dificultades. Son profesores que al final, se convierten en maestros, en amigos.
Este es el tipo de enseñanza al que deben apuntar las facultades de Derecho y las universidades en general. Una en la que la prioridad no sea únicamente dar información a los alumnos, sino formarlos tanto académica como profesional y sobretodo, personalmente.
Esto se consigue fomentando experiencias como la descrita, en las que los alumnos pongan a prueba sus conocimientos, se reten a sí mismos, sean capaces de convivir con un estrés distinto al de la universidad o las prácticas pre profesionales, reciban críticas y sepan lidiar con ellas, aprendan a escuchar, entender, adaptarse e incluso cambiar aspectos de su personalidad. Todo este proceso formativo tiene un gran impacto en cada uno de los alumnos.
El proceso es distinto para cada uno de ellos, pero el resultado general es el mismo: todos aprenden, todos crecen.
Si bien es cierto que las facultades de Derecho están incorporando cada día más estas actividades como parte de su plan de estudios, es importante que esta tarea siga creciendo y sean más los alumnos que puedan acceder a ellas y que al final de su carrera sientan, como sentimos nosotros que nuestra facultad nos dio la posibilidad de vivir y aprender cosas que de otra manera no hubiéramos aprendido.