Por: Douglas O. Linder.
Abogado de la Escuela de Derecho de Stanford y autor de la página web «Famous World Trials».
Artículo traducido y republicado con autorización del autor. El original puede encontrarse aquí: law2.umkc.edu/faculty/projects/ftrials/wilde/wildeaccount.html.
Traducido por Manuel Ferreyros.
El Old Bailey, la corte judicial principal de Londres, jamás había presentado un espectáculo semejante a los tres juicios que cautivaron a Inglaterra y a gran parte del mundo literario en la primavera de 1895. Celebridad, sexo, diálogo sagaz, intriga política, giros sorprendentes y cuestiones importantes sobre el arte y la moralidad. ¿Es de sorprender que los juicios de Oscar Wilde continúen fascinando cien años luego de la muerte de uno de los escritores más importantes del mundo?
Los eventos que traerían a Oscar Wilde al Old Bailey comenzaron cuatro años antes en el verano de 1891 cuando Wilde, entonces de 38 años de edad, conoció a un poeta promesa de veintidós años llamado Lord Alfred Douglas (“Bosie”) en una fiesta de té. Los dos se volvieron sumamente cercanos. Douglas sentía gran placer del interés que le mostraba Wilde, ya por entonces una gran figura literaria. Douglas llamaba a su compañero mayor “el amigo más caballeroso del mundo”. Wilde veía en Douglas no solo un intelecto vivaz, sino también un hombre joven con una apariencia de Adonis. Wilde no mantenía su interés en secreto. Douglas diría luego: “Él constantemente me invitaba a almorzar y cenar con el y me enviaba cartas, notas y telegramas”. También llenaba a Douglas de regalos y escribió un soneto para él. Pasaron noches en las casas del otro y en hoteles, y tomaron viajes juntos.
El primer problema serio para Wilde emergida de su relación con Douglas apareció cuando Douglas, aún estudiante en Oxford, regaló un traje a un amigo venido a menos llamado Wood. Wood descubrió en un bolsillo del traje cartas escritas por Wilde a su joven amigo. Wood extorsionó £35 a Wilde a cambio de las cartas más comprometedoras. Wilde luego describió tal dinero como un regalo para permitir que Wood comenzara una nueva vida en América. Otros dos potenciales extorsionistas fueron dados cantidades más pequeñas de dinero luego de que se devolvieran las cartas restantes.
La caída de Wilde no vino de los extorsionistas, sin embargo, sino del padre de Alfred Douglas, John Sholto Douglas, el Marqués de Queensbury. Queensbury era un noble escocés arrogante, temperamental, excéntrico y hasta quizá mentalmente desequilibrado notado por elaborar y promocionar reglas de box amateur (las “reglas de Queensbury”). Queensbury empezó a preocuparse por su relación con “aquel hombre Wilde”. Su preocupación se alivió temporalmente en el Café Royale a finales de 1892, cuando su hijo le presentó a la renombrada figura literaria. Wilde encantó a Queensbury a lo largo de un almuerzo prolongado de muchos puros y licores. Para comienzos de 1894 Queensbury había concluido que Wilde era probablemente un homosexual y empezó a reclamar que su hijo dejara de verlo: “Tu intimidad con aquel hombre Wilde debe cesar, o de desheredaré y dejaré de darte ningún sustento monetario. Queensbury escribió en abril: “No voy a tratar de analizar esta intimidad, y no lanzo acusación alguna; pero para mí aparentar ser algo es tan malo como serlo”. Douglas respondió en un telegrama: “Qué hombrecito tan gracioso eres”.
Queensbury empezó a tomar medidas cada vez más desesperadas para acabar la relación. Amenazó gerentes de hoteles y restaurantes con palizas si jamás descubría a Wilde y a su hijo juntos en sus locales. En junio de 1894 Queensbury, acompañado de un campeón de boxeo, apareció de improviso en la casa de Wilde en Chelsea. Se dio una fuerte discusión que acabó con Wilde ordenándole a Queensbury que se marchara diciendo “no conozco las reglas de Queensbury, pero la regla de Oscar Wilde es disparar a matar”. Las cartas subsecuentes de Queensbury a su hijo, a quien ya no daba apoyo económico, se volvieron cada vez más iracundas. “Reptil,” escribió, “no eres mi hijo y nunca te consideré como uno.” Douglas respondió: “Si O. W. te denunciara en las cortes de justicia por difamación, te encarcelarían por siete años por tus calumnias escandalosas.”
El 14 de febrero de 1895, la nueva obra de Wilde La importancia de ser Ernesto estaba programada para estrenarse en el teatro St. James. Wilde se enteró que Queensbury planeaba irrumpir la función de estreno y arengar al público acerca de el alegado estilo de vida decadente de Wilde. Este se encargó de que el teatro fuera rodeado por policías. Viendo su plan frustrado, Queensbury merodeó alrededor del teatro cerca de tres horas antes de marcharse “parloteando”.
Cuatro días luego, en el club Albemarle –un club al que tanto Wilde como su esposa pertenecían–, Queensbury dejó una tarjeta con un portero. “Dale esto a Oscar Wilde,” le dijo. En la tarjeta había escrito: “A Oscar Wilde posando como un somdomita [sic].” Dos semanas luego Wilde apareció en el club y le fue entregada la tarjeta con el mensaje insultante. Regresando esa noche al hotel Avondale, Wilde le escribió a Douglas pidiéndole verse. “Ahora no veo más opción que una denuncia penal,” escribió Wilde. “mi vida entera parece frustrada por este hombre. La torre de marfil está asediada por este ente funesto. En la arena está mi vida partida. No sé qué hacer.”
Al día siguiente, Wilde, Douglas y otro antiguo amigo llamado Robert Hoss visitaron a un abogado, Travers Humphreys. Este le preguntó a Wilde directamente si había algo de verdad a los alegatos de Queensbury. Wilde dijo que no. Humphreys requirió una orden para el arresto de Queensbury. El dos de marzo, la policía lo arrestó y fue acusado de difamación en la estación de policía de Vine Street.
Travers Humphreys le preguntó a Edward Clarke, una figura destacada en los tribunales londinenses, que dirigiera el caso de Wilde. Antes de aceptar el caso, Clarke le dijo a Wilde: “Solamente puedo aceptar, señor Wilde, si me asegura con su palabra de honor como caballero inglés que no hay ni nunca ha habido ningún fundamento por ninguno de los alegatos en su contra.” Wilde contestó que estos eran “absolutamente falsos e infundados. “Wilde dejó la oficina de Clarke para juntarse con Douglas para tomar un viaje corto al sur de Francia antes del juicio.
Alrededor de una semana antes del proceso que empezaría en el Old Bailey, Wilde regresó a Londres, donde varios amigos cercanos le aconsejaron que desistiera de su denuncia por difamación. George Bernard Shaw y Frank Harris, dos distinguidos amigos de Wilde del mundo literario, le instaron a que se marchara del país y que continuara escribiendo en el extranjero, posiblemente en la más tolerante Francia. Douglas, quien también estaba presente en el almuerzo con Shaw y Harris, objetó. “Que le digan que fugue muestra que no son amigos de Oscar,” dijo, levantándose de la mesa. “No es nada amical de su parte,” Wilde coincidió mientras de marchaba del restaurante con su joven amigo.
El tres de abril de 1895, el primer juicio de Oscar Wilde –esta vez, con este del lado de la acusación– comenzó en el Old Bailey. Queensbury, vistiendo ropa de caza azul, estaba parado solo, sombrero en mano, frente al banquillo. Wilde vestía un abrigo elegante con una flor en el ojal y charlaba con su abogado. Mientras tanto, en otro cuarto del edificio, un grupo de hombres jóvenes –reunidos por Queensbury para sostener su alegato– se reían y fumaban cigarrillos.
Sir Edward Clarke pronunció la declaración inicial. Su discurso impresionó hasta a Edward Carson, abogado de Queensbury, quien luego dijo “nunca había escuchando nada como ello en mi vida.” Clarke intentó aliviar algo de la herida usando una pieza de evidencia crucial que Queensbury planeaba utilizar. Leyó una de las cartas de Wilde a Douglas que sugeriría a muchos lectores la existencia de una relación homosexual. Carke admitió que la carta “podría parecer extravagante a aquellos acostumbrados a escribir correspondencia comercial”, pero dijo que debía recordarse que Oscar Wilde era un poeta y que la carta debía leerse como “una expresión de verdadero sentimiento poético, sin ninguna relación con las odiosas y repulsivas insinuaciones colocadas en ella por tales alegatos del caso”.
Luego del breve testimonio de Sidney Wright, el portero en el club Albemarle, Wilde subió al estrado. Empezó mintiendo sobre su edad al decir que tenía 39 años (en realidad tenía 41). Interrogado por Clarke, Wilde describió con seguridad sus encuentros con Queensbury y su hostigamiento. A su pregunta final, “¿hay algo de verdad en cualquiera de estas acusaciones [de Queensbury]?”, Wilde respondió: “No hay nada de verdad en ninguna de ellas”.
Luego del almuerzo, Edward Carson –rival de Wilde desde los días de ambos en el Trity College de Dublín– empezó su hábil interrogatorio. Se dividió en dos partes: una literaria y una orientada a hechos, enfocada en relaciones pasadas de Wilde. En la primera, Carson le preguntó a Wilde acerca de sus cartas a Douglas y sobre dos de sus obras publicadas, El retrato de Dorian Gray y Frases y filosofías para los jóvenes. Wilde defendió sus obras contra las sugerencias de Carson de que eran inmorales o que tocaban temas sobre homosexualidad. “No existe tal cosa como un libro inmoral” dijo Wilde acerca de Dorian Gray, simplemente “los libros están bien escritos o mal escritos”. “¿Esa es su opinión?” preguntó Carson, “una novela pervertida puede ser un buen libro?”. Cuando Wilde respondió “no sé a qué puede referirse por una novela ‘pervertida’”, Carson dijo “sugeriré que Dorian Gray puede interpretarse como una novela como esa”. Wilde contestó indignado: “eso solo lo pueden decir brutos e iliteratos. La visión del arte de filisteos es incalculablemente estúpida”. Carson preguntó sobre una carta sugerente a Lord Douglas: “¿Fue una carta ordinaria?”. “Ciertamente no”, respondió Wilde, “fue una carta hermosa”. “¿Fuera del arte?” se preguntó Carson. “No puedo contestar ninguna pregunta fuera del arte”, replicó Wilde. Y así siguieron. Wilde hizo lo mejor que pudo para tornar el juicio en una broma con respuestas frívolas. Siempre un artista, parecía intentar dar respuestas creativas e ingeniosas incluso si contradecían otras anteriores. Si bien era inmensamente interesante, la parte literaria del interrogatorio de Carson no fue el más incriminante. Al contrario, daría la apariencia de que Carson disfrutaba jugando con su antiguo rival.
Cuando Carson empezó a preguntar a Wild sobre sus relaciones con jóvenes hombres, Wilde se puso visiblemente incómodo. El jurado se pasmó cuando Carson presentó artículos desde vestimenta fina a bastones adornados con plata que Wilde admitió haber obsequiado a sus jóvenes acompañantes. Sospechosamente, los receptores de tales regalos no eran, en palabras de Carson, “deleites intelectuales”, sino vendedores de periódicos, valets o desempleados –en algunos casos casi iliteratos. Wilde trató de explicar: “Yo no reconozco distinción social alguna de ningún tipo, y para mí la juventud, el solo hecho de la juventud, es tan maravillosa que preferiría hablar con un hombre joven por media hora que, bueno, ser interrogado en una corte”. Poco después de esa respuesta segura, Carson le preguntó sobre un joven que tuvo 16 años cuando Wilde lo conoció, llamado Walter Grainger. ¿Wilde lo había besado? “¡Oh, vaya que no!” respondió Wilde, “era un chico particularmente poco cautivador”. Carson fue por su presa. ¿Fue esa la razón por la que no lo besó? ¿Por qué, entonces, mencionó su falta de atractivo? “¿Por qué, por qué, por qué añadió eso?” Carson exigía saber.
Esa tarde la acusación cerró el caso sin llamar, como hubiera sido de esperarse, a Lord Alfred Douglas como testigo. Ningún testimonio que Douglas diera podría, sin importar cuán fuerte fuera, salvar el caso de Wilde.