Publicado originalmente en Perú Económico. La publicación original se encuentra en el siguiente link: http://perueconomico.com/ediciones/61-2011-sep/articulos/1100-sobre-la-creacion-de-un-ministerio-de

El Estado conseguirá ponerle la cola al burro si logra que la producción de un bien (en este caso: ciencia y tecnología) aumente en calidad y en cantidad. Si sale airoso, los resultados serán beneficiosos para la sociedad que rige. Sin embargo, la complicación es evidente: el Estado no tiene idea de cómo hacer lo que tiene que hacer: está mareado y, además, lleva los ojos vendados.

La ciencia y la tecnología son bienes que se transan en el mercado. A pesar de las incontables aristas que hacen que estos bienes sean distintos a un tornillo, a una mesa o a un pan, el esquema de oferta y de demanda bajo el cual operan estos bienes es el mismo: es una falacia pensar que estos bienes responden a un esquema de valoración distinto a cualquier otro.

Ahora bien, cuando un organismo estatal se encarga de crear o promocionar un bien, y lo hace a espaldas de la realidad que el mercado le brinda a través de los precios, como un medio de transmisión de información que (con libertad) permite la interacción entre la oferta y la demanda, el Estado puede aventurarse en una partida quijotesca de “Ponle la cola al burro”. Sin información, las posibilidades de éxito son escasas.

“El Estado es quien mejor sabe qué tecnología necesita el país”. FALSO.

La expansión y la mejora en la producción de ciencia y tecnología es de primera importancia en un país como el Perú; sin embargo, esto no significa que el Estado deba necesariamente intervenir en el proceso. Y si efectivamente la intervención estatal fuese menesterosa (situación remota bajo casi cualquier premisa), la creación de un ministerio con la finalidad de lograr lo propuesto puede –al carecer por completo de información brindada por el mercado– gatillar lo siguiente:

Cuando se crea una dependencia estatal que centralice los muchos organismos ya existentes que tienen por función desarrollar ciencia y tecnología en el país, se le confiere la facultad de determinar conceptualmente qué es ciencia y qué es tecnología. Si bien esta potestad podría ser percibida como poco relevante, es un aspecto que no se debe pasar por alto bajo ningún precepto: en la medida en que el Estado funcione como regente de una sociedad que opera bajo un sistema de libre mercado, la determinación arbitraria de qué es lo que se debe producir puede ser considerablemente lesiva.

El daño de una definición unilateral de ciencia y tecnología se puede manifestar, por ejemplo, en deformaciones en la eficiencia de la producción. Si se asume que la ciencia y la tecnología que, justamente, el Estado busca crear y mejorar servirán para que los agentes económicos del mercado puedan maximizar sus capacidades productivas y aumentar su calidad, son las empresas y las personas que se beneficiarán con la obtención de estas mejoras quienes poseen mayor información sobre qué necesitan. El Estado no sabe cuál es la ciencia que el mercado reclama, ni la innovación tecnológica necesaria, y esto es grave. Es más grave que nunca lo va a saber: no tiene cómo. La información es siempre imperfecta al tomar decisiones en nombre de terceros. Decidir de modo planificado por otros es vendarse los ojos frente al mercado.

Es frecuente tropezar con una seguidilla de errores al abordar reflexiones como la que esta nota anima: primero se cree que cuando se presenta un problema el Estado debe resolverlo. Luego se piensa que podrá hacerlo y, por último, que sabrá cómo hacerlo. Esto no resulta, en la inmensa mayoría de los casos,  cierto. Por lo anterior, la expansión de la burocracia estatal, a pesar de ser la primera respuesta pragmática frente a la resolución del problema, puede terminar como una medida políticamente rentable sin ningún asidero ni beneficio en la realidad.

Indicada ya la carencia de información con la que el Estado operaría desde este nuevo órgano, el análisis de la consecuencia es el siguiente: del mismo modo que la historia ha demostrado que las economías planificadas han producido bienes de manera ineficiente, el caso de la producción de tecnología puede presentar la misma hipertrofia en el regular funcionamiento del mercado.

El bien que se decida producir puede ser uno ajeno al que la demanda solicite, y que cause inversiones (pagadas con los impuestos de todos los contribuyentes) extremadamente ineficientes, que más allá de colaborar con el fin ulterior de la acción estatal –catalizar la competitividad de su economía– desperdician los fondos públicos sin lograr su cometido. Por otro lado, las cantidades producidas del bien en cuestión pueden ser menores (o mayores) que las necesarias. Si bien resulta complejo imaginar figurativamente las consecuencias del exceso en producción de ciencia o tecnología, el ejercicio es bastante más simple con los bienes mencionados al principio: muy poco pan en las panaderías o demasiados tornillos acumulados en los depósitos. En ambos casos, la explicación de la inexactitud en los montos producidos es la misma: planificación a espaldas de la información del mercado.

A la hora de ensamblar políticas públicas que persigan mejoras en temas como éste, hay dos palabras que, curiosamente, se pueden reemplazar entre sí con indiferencia: todos y nadie. La información que permite saber cuál es la tecnología necesaria para mejorar los procesos productivos del mercado y cuál es la cantidad exacta de esta tecnología que se necesitará constituye una información que nadie posee: la poseen todos. La afirmación anterior podría resultar paradójica al inicio, pero no lo es, pues resulta esencial tomar en cuenta que para la construcción de toda intervención estatal los agentes que se beneficiarán de las mejoras son los únicos que, a través de sus transacciones, podrán determinar sus necesidades.

Como en cualquier otro mercado, la información requerida para producir un bien nace espontáneamente de las interacciones de los agentes que actúan comercialmente. La búsqueda de un ente conocedor de esta información que se encargue de una mejora puede resultar un espejismo que dé por resultado la creación de tecnología ineficiente o, en todo caso, tecnología que podría haber sido más eficiente.

“La planificación económica sí puede funcionar”. PARA NADA.

Por más que se intente sustentar que las economías planificadas son viables en la medida en que su manejo sea riguroso y administrado por profesionales con un conocimiento elevado del sistema, la historia se ha encargado ya de derogar este mito, y -por más que los ejemplos abunden- en el Perú basta con mencionar la compra de bienes de primera necesidad durante los años 70 y 80.

Un ejemplo -y probablemente el más didáctico- es el destino que ha sufrido el pan durante todos los gobiernos que intentaron planificar su precio y producción: el Estado determina que el precio de un pan debe ser, por ejemplo, menor a veinte céntimos de la moneda local. Inicialmente el precio se mantiene, y la popularidad del gobierno aumenta inversamente proporcional al descontento del pueblo. Sin embargo, no existe crimen perfecto ni tampoco intervención perfecta: el precio de algúncommodity (como el trigo) aumenta. Ningún panadero producirá pan para obtener utilidades negativas, entonces se reduce el tamaño del pan a la mitad: menos ingredientes utilizados significan ahorro. El Estado detecta la maniobra, y determina cuál deberá ser el peso y tamaño del pan. Los panaderos responden con igual astucia: bromato al pan. El Estado contraataca: se homologa la receta nacional del pan. Los panaderos tienen que pagar sueldos a fin de mes; por más que comprenden el intento altruista del Estado no pueden perder dinero, entonces le ponen una aceituna al pan. El pan ya no es un pan, sino una “torta de aceituna”. El Estado comprende que no ganará la lucha contra los bolsillos de sus ciudadanos. La solución (parece) clara: dejar de regular los precios y permitir que el mercado se encargue de la misión. No obstante, en el Estado la claridad es tan escasa como el pan en las calles: se estatizan las panaderías, y, de ese momento en adelante, el pan es producido por una empresa nacional (cuyo nombre suele llevar siglas).

“El Estado tiene los mejores incentivos para orientar la inversión en ciencia y tecnología”. NO ES CIERTO.

El intento de encajar oferta y demanda en el mercado puede ser tan complicado como jugar “Ponle la cola al burro”; sin embargo, las consecuencias de este emprendimiento estatal pueden ser poco lúdicas.

El Estado, y es aquí posible generalizar, opera -en todos los ámbitos de su estructura- con un esquema de incentivos muy distinto (y ciertamente perverso) al del sector privado: los agentes privados persiguen mejoras tecnológicas con investigación científica únicamente con la finalidad de lograr un mejor proceso productivo que devenga en mayores utilidades. La competencia entre los agentes que producen bienes sustitutos potencia la innovación, y el sistema de propiedad intelectual premia el éxito. Es un ejemplo de colaboración entre agentes que persiguen el beneficio propio y logran (praxeológicamente) un beneficio para terceros, con la generación de valor en su acción económica. El Estado, en cambio, se sujeta de otro tipo de incentivos: determina, mediante la arbitrariedad de su burocracia, cuál es el “bien común” y pone la tecnología y la ciencia a disposición de sus fines. Las grandes innovaciones de la historia de la humanidad han sido respuestas a problemas de las personas, no de los estados; los individuos quieren computadoras y celulares, vacunas y automóviles. Los estados quieren tanques.

Sumado al asunto de los incentivos está lo referente al tema de los costos: en el sector privado la eficiencia de la inversión es un punto de importancia impostergable, ya que la innovación que se persigue con la inversión debe siempre responder a la ya señalada lógica de rentabilidad. En el sector privado, los costos en los que se incurre durante la búsqueda de mejoras tecnológicas son internalizados por el mismo agente que se beneficiaría de ser exitosa la empresa. Costos directos y beneficios directos. Antagónicamente, en el sector público, los costos en los que se incurre los asumen todos los ciudadanos, de modo que sobre nadie pesa la inversión directamente. Los beneficios serán también cosechados (al menos de modo tangible) por sólo algunos sectores de la sociedad. Costos difusos y beneficios difusos.

Esto no implica –como se ha mencionado ya– que la inversión en ciencia y tecnología deje de ser importante y necesaria. Tampoco implica que el Estado no actúe para promover el desarrollo que busca.

“Un ministerio es la mejor respuesta al problema”. ¿QUIÉN DICE?

En el 2009, el Perú invirtió, de acuerdo con cifras del Banco Mundial, el 0.15% de su PBI en desarrollo de ciencia y tecnología. Esta cifra es estrecha si se la compara con la inversión de países como México (0.44%), Chile (0.59%) o Estados Unidos (2.6%). Diversos estudios han demostrado, de modo empírico, el vínculo de proporcionalidad directa entre la inversión en tecnología y un crecimiento en el PBI del país que lo realiza.

A pesar de lo anterior, la inferencia que conduciría a pensar que un ministerio sería, entonces, un paso positivo es una que carece de sustento. El Techno-Economy Research Institute (TRI) indica, en un estudio realizado sobre la inversión en ciencia y tecnología en la realidad peruana, que un incremento de 50% en la inversión estatal en ciencia y tecnología permitiría un aumento entre 3% y 4% en el PBI. La actividad estatal aislada del mercado, de acuerdo con el estudio citado, no ayudaría a lograr el objetivo, sino que lo complicaría. Así, postula que la clave de la eficiencia en el resultado del aumento en la inversión estatal estriba en el fortalecimiento del vínculo entre las universidades y las empresas, con la idea de que las primeras produzcan la tecnología que las segundas requieren y, a su vez, capacitar a los científicos en conocimiento empresarial, con la finalidad de que sus innovaciones sean útiles para el mercado.

El Estado anda mareado por la cantidad de problemas que enfrenta. Las presiones políticas lo asedian por todos los flancos y lo hacen girar sobre su propio eje. La misión es clara: mejorar la competencia con tecnología y con ciencia. El Estado empezará a jugar sin interactuar con el mercado: se vendará los ojos e intentará mejorar y desarrollar la tecnología que sus mercados le reclaman. ¿Podrá dar en el lugar preciso? ¿Podrá el Estado poner la cola al burro? Si no lo consigue, nadie se verá afectado en un modo directo porque nadie extrañará las mejoras que nunca gozó. Si no lo logra, el juego de “Ponle la cola al burro” se seguirá jugando en una costosa fiesta que pagarán todos los peruanos.

Más ciencia es necesaria para generar mejor tecnología y permitir crecimiento económico que posibilite el desarrollo social. Ahora: ¿es un ministerio la mejor solución? Piénselo otra vez.