La palabra «videojuegos» nunca fue mencionada por ninguno de nuestros profesores en los cuatro años y medio que estuvimos en las aulas de la facultad de Derecho. En ese momento, ello nos pareció normal. Eran mundos virtuales y de escape, y nosotros tampoco logramos establecer las conexiones con el Derecho. Estábamos equivocados. Hoy por hoy, la industria de los videojuegos bordea los 42 mil millones de dólares y sigue creciendo a un ritmo de 10% cada año. Se trata de una actividad masiva: son la tercera actividad en línea, después de las búsquedas y las redes sociales. Y más de treinta millones de personas están suscritas a juegos como Eve Online o Warfcraft en los que pueden interactuar en simultáneo con docenas de jugadores ubicados en distintos lugares del mundo. Según el Pew Institute más de 94% de niños estadounidenses están inmersos en estos mundos virtuales y Jane MacGonigal, menciona que al cumplir 21, el adolescente promedio del citado país del norte ha pasado el mismo tiempo jugando frente a la pantalla que en un salón educativo.
Por un lado, la importania del mundo de los videojuegos para el derecho radica en el alto número de transacciones que se dan en línea, involucrando diversas ramas del derecho, incluso el derecho penal, como veremos más adelante. Pero sus alcances van más allá. Junto con las redes sociales, estos mundos virtuales están cambiando la forma como interactuamos socialmente y también difuminando las fronteras entre lo virtual y lo real. Julian Dibbel, periodista nuevayorquino especializado en temas de tecnología, es una de las personas que se anticipó a estos hechos. Julian decidió en el 2003 explorar el complejo entramado de interacciones que ocurren en estos mundos virtuales e intentó vivir todo un año únicamente mediante transacciones de bienes que encontrase en el mundo virtual del juego Ultima Online. El resultado de su experimento lo llevó a concluir en su libro Play Money (2006) que podía ganar alrededor de $3,000 mensuales, trabajando no menos de 50 horas semanales, solo mediante la transacción de bienes en dicho juego. Irónicamente, al ser entrevistado sobre su experiencia, Dibbel dijo que estos bienes virtuales parecían soportarse en bases más sólidas y robustas que los derivados financieros.
Ocurre, que como menciona Tom Chatfield en su libro Fun Inc. Why Games are the most serious business of the 21st century, además de su potencial económico, hay algo esencialmente subversivo en estos juegos capaz de inclusive hacer un agujero en el gran campo de juegos del capitalismo. Argumenta que estos tienden a exponer el elemento de juego en todas las cosas: la fantasía del dinero, la mágica abstracción de un nombre. Añade que los ¨avatares individuales ya se encuentran entre las posesiones más valoradas e íntimas de diversas personas. Y añade que no estamos tan lejos de un tiempo en el que las personas vean a sus avatares como extensiones literales de su ser, completos con posesiones, atributos y cuya existencia se encuentra legalmente protegida para el desarrollo de actividades económicas¨. Sara de Freitas, del Serious Games Institute de Coventry, Inglaterra, plantea que en pocos años el 80% de la población tendrá sus propios avatares personalizados. Para aquellos que piensen que estamos delirando, les contamos un par de historias.
La primeria historia discurre en China, seis años atrás. Allí, en el año 2005 se cometió un asesinato a raíz de un hurto ocurrido en los confines de un videojuego. Lo que ocurrió fue que un jugador en Shanghai vendió en eBay una espada virtual (el ¨dragon sabre¨) que le había sido prestada por otro jugador en el juego en línea The Legend of Mir 3. Cuando se supo que no habían bases legales para la recuperación del bien virtual a través del sistema judicial, su ¨propietario¨ original tomó la ley por sus propias manos, confrontó al ladrón y lo apuñaló hasta que este murió en la vida real.
La segunda historia tiene que ver con las denominadas ¨gold cottages¨ o cabañas de oro. En estos establecimientos comunes en algunos países asiáticos, docenas de personas son contratadas como jornaleros para que jueguen videojuegos como World of Warcraft. Estos especialistas logran aumentar los poderes de sus avatares y van recaudando monedas, que luego pueden utilizer para comprar bienes en línea que les permiten elevar el perfil de su avatar. Una vez que han subido de niveles y que cuentan con atributos deseados por otros jugadores, realizan transacciones en línea con otros jugadores dispuestos a usar la tarjeta de crédito para facilitar su paso a niveles más difíciles del juego u obtener bienes que se encuentran más allá de sus capacidades.
Estamos pues cada vez más cerca de un mundo en el que las fronteras entre el trabajo, el ocio, el juego, la generación de riqueza, y las relaciones personales se disipan cada vez más. Para Jane MacGonigal, una de las principales promotoras de la cultura del ¨gamification¨, los videojuegos tienen el potencial de ser más que meramente un ejercicio de evasión e irresponsabilidad: algo que funciona tanto como crítica de lo que está ausente en muchas vidas y como un canal a través de los cuales esas vidas pueden ser transformadas. En este contexto, se promueve el uso de los videojuegos como un medio para promover cambios sociales. Este es el caso de plataformas en línea como Games for Change o Games for Nature, a través de las cuales se viene retando el potencial de estos mecanismos para incentivar conductas deseables y promover mundos más justos y sostenibles. No han sido pocos quienes se han sumado a esta movida. Incluso Al Gore viene aprovechado el uso de los videojuegos y del ¨know how¨ de quienes los desarrollan para que más personas se comprometan activamente a hallar soluciones innovadoras frente a temas tan complejos como el cambio climático. Aunque tengamos nuestras dudas sobre los resultados de estas iniciativas, nos queda claro que frente a la primera generación de nativos digitales y a una población que interactúa cada vez más en espacios virtuales, quienes queremos incentivar ciertas conductas desde el derecho no deberíamos permanecer completamente aislados.