Por Javier Alonso de Belaunde[1], abogado PUCP. Ex director THEMIS-Revista de Derecho.
«Empieza el abuso del Perú desde aquellos que debieran corregirlo». Con esta cita Alfonso Quiroz inicia su historia de la corrupción (IEP/IDL, 2013). El estudio lo lleva a afirmar sin ambigüedad que no nos encontramos ante un fenómeno esporádico en el país, sino persistente. Éste ha sabido adaptarse y reinventarse constantemente. Sostiene que la corrupción se encuentra enraizada en las estructuras centrales de la sociedad y, cuantificación de por medio, que es una de las causas principales de nuestro subdesarrollo. La investigación de Quiroz llega hasta las postrimerías del fujimorismo.
Valentín Paniagua afirmó en su primer discurso al asumir la presidencia a fines del año 2000 que «El Gobierno actuará con transparencia». Ante la corrupta realidad revelada al país en formato de vladivideo, iniciábamos «un tiempo nuevo» y la «reinstitucionalización democrática». A la breve transición le debemos el impulso y las primeras normas de transparencia que luego el Congreso del siguiente periodo articuló en la Ley de Transparencia y Acceso a la Información Pública.
La norma se sustentaba en una premisa revolucionaria: la información estatal es pública y le pertenece a los ciudadanos. Ellos, sin necesidad de expresar justificación alguna tienen la facultad de acceder a aquella. Cada ciudadano devenía así en un contralor en potencia. La lucha anticorrupción adquiría un instrumento popular en sus filas: el formulario gratuito de acceso a la información pública. La «cultura del secreto» moría por obra de la ley… pero la cultura del secreto no murió. La cultura del secreto resistió.
Hace unos años, inspirados en una columna de Rosa María Palacios, un grupo de blogueros organizó la campaña «adopta un congresista». Ella consistía en elegir a un legislador y, vía la ley de acceso a la información pública, requerir sus gastos operativos.
«No me da la gana de dar información de mis gastos operativos» fue la respuesta espontánea de una congresista. La del Congreso llegó en papel membretado: «la información es reservada ya que actualmente es objeto de una auditoría». Diferentes nomenclaturas para un mismo atropello: el acceso fue denegado. Los blogueros debían acudir ahora al Poder Judicial y tramitar un proceso que podía implicar tres instancias (Juzgado, Corte Superior y Tribunal Constitucional) y durar aproximadamente entre dos y tres años. El entusiasmo no dio para más y el tema quedó ahí.
El ejemplo ilustra la situación que viven muchos ciudadanos. Ayer fueron los blogueros respecto a los gastos operativos de los congresistas, hoy es el Centro Liber respecto al pedido de correos electrónicos de un ministro, mañana será usted frente algún tema que le cause interés sobre el ejercicio del poder. Una visita por la información incompleta y desactualizada que exhiben los portales de transparencia estatal alude a lo mismo. Ahí está también la cifra constante del número de quejas anuales que recibe la Defensoría del Pueblo por los incumplimientos a la ley de transparencia. Sí, la cultura del secreto vive. Y es que la Ley pecó de ingenua al dejar las respuestas a las solicitudes de los ciudadanos en las propias instituciones requeridas de dar la información.
Esta problemática se ha dado en otros países. Siendo la transparencia tan importante para la lucha anticorrupción, la libertad de expresión y la democracia, se ha optado por instaurar autoridades de transparencia. Ello ha sido propuesto en el 2012 por la Defensoría del Pueblo para nuestro país. La nueva entidad tendría como misión exclusiva velar por la vigencia efectiva de la transparencia, la publicidad y del derecho de acceso a la información. Se encargaría de promover y fiscalizar de oficio la transparencia en la gestión pública, capacitar a los funcionarios y la ciudadanía y, claro, sancionar a las autoridades infractoras.
Dotada de suficiente autonomía e independencia, la autoridad resolvería en segunda y definitiva instancia sobre las solicitudes de acceso a la información. Cobros abusivos, denegatorias arbitrarias, información incompleta o desactualizada, centralización de la información, todos serían problemas que la autoridad atacaría. Se llenaría así el vacío que hay, proporcionando a los ciudadanos un recurso rápido y sencillo para acceder a la información.
En tiempos en los que la transparencia del Gobierno es puesta en cuestión, bien se podría priorizar la discusión de esta alternativa o de otras que apuntan en la misma línea. Sería una reforma trascendente que socavaría la cultura del secreto.
La cita de Quiroz con la que se abre el presente artículo no es reciente, corresponde a un informe escrito en 1749 por dos emisarios de la Corona respecto al mal gobierno virreinal. Es hora de hacer todos los esfuerzos por tornarla anacrónica.
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[1] Se cumple con poner en consideración del lector que el autor participó en la redacción de una propuesta de articulado para una eventual ley que cree la autoridad de transparencia.