Por: Lorenzo Zolezzi Ibárcena
Doctor en Derecho y Profesor Principal del Departamento de Derecho de la Pontificia Universidad Católica del Perú

En Google hay 43 millones 500,000 sitios web referidos al tema de Derecho y Literatura. En la Biblioteca de la Pontificia Universidad Católica del Perú existen 57 títulos sobre el área. De manera que no es azar pasajero. En muchas Universidades, sobre todo norteamericanas,  ya se dictan cursos sobre Derecho y Literatura.

En mi opinión, el corazón del problema radica en percibir con claridad de qué puede servir la Literatura al quehacer de los juristas. Muchos especialistas que trabajan el tema lo presentan bajo dos grandes capítulos: El Derecho en la Literatura y el Derecho como Literatura. Es la opción que tomó Ephraim London en su ya clásico libro de 1960 El Mundo del Derecho[1].  En el primer volumen, Derecho en la Literatura, trabajó bajo dos grandes epígrafes: Casos y juicios en la ficción y Abogados, Jueces, Jurados y Testigos.  Ambos incluyen fragmentos de 45 libros. Entre los juicios en la ficción están, por cierto, el Juicio de la Sota de Corazones, de Alicia en el País de las Maravillas de Lewis Carroll y Testigo de Cargo, de Agatha Christie, junto a muchos otros. En el segundo tomo figuran referencias a casos notables y notorios, testimonios y alegatos, y observaciones y reflexiones sobre el Derecho, como la famosa carta abierta de Emile Zola, “Yo acuso”, a propósito del caso Dreyfus, o el alegato de Ghandi cuando fue procesado por sedición, o las reflexiones de Albert Camus sobre la guillotina. Esta perspectiva, sin embargo, carece de un armazón teórico que responda a la pregunta planteada: ¿de qué le sirve todo esto al jurista, como no sea para enriquecer su cultura?

Richard Posner, uno de los nombres más prominentes en “Law and Economics” y Juez en los Estados Unidos, divide su libro Law and Literature en cuatro grandes capítulos: los textos literarios como textos legales, los textos legales como textos literarios, la Literatura convirtiéndose en doctrina legal y la regulación de la Literatura por el Derecho[2].

François Ost, por su parte, sostiene que la relación entre Derecho y Literatura se puede entender desde tres distintas dimensiones, primero, el Derecho de la Literatura. “Bajo esta perspectiva – sostiene – se pueden analizar la libertad de expresión que gozan los autores, la historia jurídica de la censura, las demandas que surgieron a propósito de obras que, en su tiempo, fueron consideradas como escandalosas, desde Madame Bovary hasta Los versos satánicos (…)”. En segundo lugar, en el Derecho como Literatura, pone como ejemplos la retórica judicial y parlamentaria, el estilo particular de los abogados, que califica de “dogmático, tautológico y performativo”. Por último, la perspectiva que más lo atrae es el estudio del Derecho en la Literatura[3].

Carlos Ramos, por su parte, en su libro La Pluma y la Ley, adopta la clasificación de François Ost, pero, refiriéndose a la primera categoría propuesta por éste sostiene que no le “parece correcto que los procesos judiciales contra las obras y los literatos se hallen en la misma esfera que François Ost asigna a las leyes y los reglamentos” y propone que la reconstrucción y debate de los casos célebres representen un círculo independiente[4].

En lo que a mí respecta, sin dejar de lado las perspectivas que anteceden, me centro en el carácter formativo que puede tener la Literatura para el estudiante de Derecho y para quien está en su ejercicio, ya sea juez o abogado. Voy a referir tres formas en las cuales la Literatura puede ser un instrumento que enriquece la formación del estudiante o del profesional del Derecho.

En un primer sentido, hay que tener en cuenta que el ejercicio de la profesión de abogado no se realiza en el aire, sino en el mundo de los fenómenos concretos. Estos acaecimientos de la vida son los hechos que están regulados por las normas jurídicas y que son la materia prima de los mecanismos de solución de controversias. El jurista trabaja con elementos formales que han llegado a tecnificarse en grado sumo, como los conceptos y los procesos, que han sido despojados de la carne y la sangre, al punto que muchas veces la verdad de los hechos puede resultar incómoda para ejercer, por ejemplo, una defensa penal. Quizás a ello se deba que Hamlet, con una calavera en la mano, llegue a decir: “¿Por qué no podría ser la calavera de un abogado? ¿Dónde están ahora sus sutilezas y distingos, sus argucias, subterfugios y artimañas?” La obra literaria puede ofrecerle al jurista esa sangre y esa carne y mostrarle muchas cosas que no estudió en la Universidad, como son  la complejidad del alma humana y la cultura jurídica de una población. Entenderemos mejor al hombre o mujer que vamos a juzgar o que vamos a asesorar si, por ejemplo, hemos leído a Shakespeare, pues según el famoso crítico literario Harold Bloom, Shakespeare en cierto sentido inventó al ser humano tal como hoy lo conocemos. Detengámonos en esta cita: “La idea del carácter occidental, del ser interior como agente moral, tiene muchas fuentes: Homero y Platón, Aristóteles y Sófocles, la Biblia y San Agustín, Dante y Kant, y todo lo que quieran añadir. La personalidad, en nuestro sentido, es una invención shakesperiana, y no es sólo la más grande originalidad de Skakespeare, sino también la auténtica causa de su perpetua presencia”.[5]

En un segundo sentido, determinadas categorías jurídicas han sido asumidas por la humanidad y, en consecuencia, han servido para organizar el pensamiento de otros órdenes ajenos al Derecho (la religión, por ejemplo, donde hay pecados, que son conceptos similares a los delitos, juicios y castigos), o son tenidas en cuenta estas categorías para legitimar realidades extra jurídicas o para jurídicas, inclusive ilegales, como es el caso de la denominada ley del hampa o los innumerables casos que muestra la Literatura sobre personajes que, gracias al conocimiento detallado de la forma como opera el Derecho, lo utilizan precisamente para violarlo, como lo demuestra el cuento llamado Emma Zunz de Jorge Luis Borges.

En un tercer sentido, hay que considerar que una vez que una forma jurídica (utilizo la expresión forma para referirme a las instituciones en las que se plasma la idea jurídica, como los contratos, las regulaciones, los procesos judiciales) sale de las manos de sus creadores y empieza a ser utilizada por sus destinatarios, puede ir desdibujando las intenciones originales de sus creadores y llegar, inclusive, a contradecirlas, como puede apreciarse en muchas obras literarias como El Mercader de Venecia de Shakespeare o Billy Budd de Herman Melville.

Veamos cómo se pueden aplicar estos dos últimos sentidos en el análisis del cuento “El hombre en el umbral”, que figura en el libro El Aleph de Jorge Luis Borges. La tarea no es fácil, porque a Borges aparentemente no le interesa el Derecho y parecería ausente de su obra.

Más aún, Borges no veía al Estado con simpatía, de lo que hay que suponer que tampoco al Derecho, que es una de las formas que utiliza el Estado para expresarse y legitimarse. En “Nuestro Pobre Individualismo” nos dirá: “El argentino, a diferencia de los americanos del Norte y de casi todos los europeos, no se identifica con el Estado. Ello puede atribuirse a la circunstancia de que, en este país, los gobiernos suelen ser pésimos o al hecho general de que el Estado es una inconcebible abstracción; lo cierto es que el argentino es un individuo, no un ciudadano”. Agrega que para el argentino la amistad es una pasión y la policía una mafia y que todo esto “Profundamente lo confirma una noche de la literatura argentina: esa desesperada noche en la que un sargento de la policía rural gritó que no iba a consentir el delito que se matara a un valiente y se puso a pelear contra sus soldados, junto al desertor Martín Fierro”.[6]

Su desdén por la política, asociada a la toma del poder del Estado, y éste, a su vez, emparentado con el Derecho, se aprecia en esta frase, con que se refiere a él mismo en el Epílogo de sus Obras Completas: “Hacia 1960 se afilió al Partido Conservador, porque (decía) ‘es indudablemente el único que no puede suscitar fanatismos’”.[7] Y grande fue su sorpresa cuando se enteró que Dostoievski había ejercido labor política. Al redactar el Prólogo a una edición de Los demonios, de Dostoievski, dice: “Estudió y expuso las utopías de Fourier, Owen y Saint–Simon. Fue socialista y paneslavista. Yo había imaginado que Dostoievski era una suerte de gran Dios insondable, capaz de comprender y justificar a todos los seres. Me asombró que hubiera descendido alguna vez a la mera política, que discrimina y que condena”.[8]

Su olvido del Derecho se percibe con mucha nitidez en el cuento “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius”, que narra la historia de una sociedad secreta que se impuso la tarea de crear un planeta y que plasmó en una enciclopedia todo lo que existe en un mundo: “Ahora tenía en las manos un vasto fragmento metódico de la historia total de un planeta desconocido, con sus arquitecturas y sus barajas, con el pavor de sus mitologías y el rumor de sus lenguas, con sus emperadores y sus mares, con sus minerales y sus pájaros y sus peces, con su álgebra y su fuego, con su controversia teológica y metafísica”.[9] Todo, menos las Constituciones, los Códigos, las leyes, las doctrinas, la judicatura, la fiscalía y el sistema de castigos.

En la obra de Borges es notable el “Otro Poema de los Dones”, primero porque es un poema, y Borges es mucho más conocido por sus obras en prosa, siempre breves, que responden a su afán de buscar la perfección literaria, más apta en los poemas y en los cuentos, que en las novelas; y, segundo, porque es una oración de agradecimiento, no a Dios, sino al “divino laberinto de los efectos y de las causas”. Gracias quiere dar por los temas que han llenado su vida y poblado –quizás- sus insomnios: “Por el rostro de Elena y la perseverancia de Ulises”, en referencia a su pasión por La Ilíada y La Odisea. “Por aquel sueño del Islam que abarcó / Mil noches y una noche”, para recordar la epopeya de Scheherezade, que postergaba su muerte cada noche con una historia distinta que complacía al Sultán Shahriar. “Por aquel otro sueño del infierno / De la torre del fuego que purifica / Y de las esferas gloriosas”, para conmemorar a Dante y a la obra que es, según el propio Borges, el cenit de la literatura mundial, La Divina Comedia. “Por la espada y el arpa de los sajones”, cuyas gestas ha glorificado en diversos poemas. “Por la música verbal de Inglaterra”, en alusión a la lengua que tanto lo apasionó. “Por Schopenhauer / Que acaso descifró el universo”, dos líneas que,  por lo menos a mí, me parecen un logro sobresaliente de sentido y de belleza poética, comparable con la última línea que cierra el poema: “Por la música, misteriosa forma del tiempo”.[10]

No da gracias por nada que tiene que ver con el universo jurídico. Quizás esa omisión proviene de la naturalidad casi imperceptible del Derecho, que está presente en casi todas las cosas que hacemos; de la vinculación del mismo con el Estado, del cual, como hemos visto, Borges descree. Pero también cabe otra interpretación: que, en efecto, el Derecho es un mal menor en las relaciones humanas, en nada comparable con la Teología, la Filosofía, la Ética o el Arte. Dijo de él mismo en 1974, doce años antes de morir: “Sus preferencias fueron la literatura, la filosofía y la ética”.[11] Y en el Prólogo del Elogio de la Sombra, escrito en 1969, se refirió a la ética con estas palabras: “Una de las virtudes por las cuales prefiero las naciones protestantes a las de tradición católica es su cuidado de la ética (…); el doctor Johnson observaría al promediar el siglo XVIII: ‘La prudencia y la justicia son preeminencias y virtudes que corresponden a todas las épocas y a todos los lugares; somos perpetuamente moralistas y sólo a veces geómetras’”.[12] El concepto de justicia, está asociado en esta cita a la Ética y no al Derecho.

Finalmente, en este terreno de las omisiones o los olvidos de lo jurídico, quiero hacer mención al Prólogo que escribió a los Viajes de Gulliver, de Jonathan Swift. Allí nos dice: “Swift se había propuesto enjuiciar al género humano y dejó un libro de lectura infantil. Esto se debe al hecho de que los niños leen los dos viajes iniciales del capitán Lemuel Gulliver y omiten los últimos, que son terribles”.[13] Esto es rigurosamente cierto, ya que los viajes son los siguientes: a Liliput; a Brobdingnag; a Laputa, Balnibarbi, Luggnagg, Japón; y al país de los Houyhnhnms. Estos últimos eran caballos sumamente inteligentes y civilizados, que gobernaban el país, mientras que los naturales, humanos nativos, primitivos en grado sumo, eran llamados yahoos. En este viaje Gulliver explica a los caballos civilizados las particularidades del Derecho inglés; de los abogados, los jueces y los procesos judiciales, con una precisión y un sentido crítico atroces, pero presumiblemente valederos en su tiempo, el siglo XVIII, y todavía de mucha vigencia como crítica mordaz al  mundo de los abogados. En mi opinión, estas narraciones de Gulliver deberían ser de lectura obligatoria en las Facultades de Derecho.[14] Borges nos privó de saber qué opinaba del Derecho al no hacer referencia alguna a las explicaciones que dio Gulliver a los caballos pensantes. Quizás sintió un poco de vergüenza porque las críticas se referían a instituciones respetadas de su amada Inglaterra.

Veamos ahora “El Hombre en el Umbral”, análisis que realizo en correspondencia con el segundo sentido al que hecho referencia líneas arriba.

Existe un acusado, la actuación de pruebas, la conformación de un tribunal, el pronunciamiento de un veredicto, la emisión de la sentencia, y la ejecución del fallo. Pero ninguna de estas cosas ocurre dentro de los cauces del Derecho Oficial, y una de las etapas, acaso la crucial, está gobernada por la irracionalidad más absoluta, aunque responde a una lógica, que es al mismo tiempo humana y poética.

Los hechos ocurren en una región musulmana de la India, cuando ésta era posesión del Imperio Británico. El cuento contiene varias de las frases memorables acuñadas por Borges y que son citadas sin cesar por sus estudiosos y también por sus admiradores, como ésta: “Un refrán dice que la India es más grande que el mundo”.

El villano era una especie de pacificador, alguien a quien el Imperio envió para poner orden en una ciudad convulsionada. El pueblo lo percibía más como un juez, pues condenó a muerte a mucha gente, y de aceptarlo al principio pasó a odiarlo: “(…) los menos malos  –dice un informante al narrador–  se alegraron porque sintieron que la ley es mejor que el desorden. Llegó el cristiano y no tardó en prevaricar y oprimir, en paliar delitos abominables  y en vender decisiones. (…) Todo tendrá justificación en su libro, queríamos pensar, pero su afinidad con todos los malos jueces del mundo era demasiado notoria, y al fin hubimos de admitir que era simplemente un malvado”.

Un buen día secuestraron al juez para someterlo a juicio, el que fue largo porque los testigos eran muchos, ya que la represión había sido vasta y extenso el brazo del verdugo. Otra de las famosas frases de Borges figura también en este cuento al imaginarse al juez que hubiera sido el más apto para juzgar al juez prevaricador: “Es fama que no hay generación que no incluya cuatro hombres rectos que secretamente apuntalan el universo y lo justifican ante el Señor”. Uno de estos hombres justos hubiera sido el juez ideal, pero ello era imposible porque están desperdigados por el mundo y “ni ellos mismos saben el alto ministerio que cumplen”.

El tribunal estuvo integrado por alcoranistas, doctores de la ley, sikhs, monjes de Mahavira y judíos negros. Pero como no les era posible hallar a uno de los cuatro hombres justos, pensaron que correspondía ir al otro extremo: encomendar el último fallo “al arbitrio de un loco”, “para que la sabiduría de Dios hablara por su boca y avergonzara las soberbias humanas”. El acusado aceptó el juez: “acaso comprendió que dado el peligro que los conjurados corrían si lo dejaban en libertad, sólo de un loco podía no esperar sentencia de muerte”. Este frío cálculo tuvo, correlativamente, un efecto jurídico, porque al haber aceptado al juez eliminaba el peligro de que el proceso fuera inválido. Nótese en este punto la introducción por parte de Borges de una verdadera sutileza procesal, carente, por lo demás, de aplicación práctica en el contexto en que transcurrían los hechos.  Después de diecinueve días y noches el juez privado de discernimiento pronunció sentencia de muerte contra el malvado juez.  David Alexander Glencairn, nombre supuesto según el narrador, fue degollado. Y, aunque no en el párrafo final, porque el cuento superpone otra trama a la trama del juicio, pero que no es propósito de este ensayo esclarecer, Borges elabora una oración de las que se citan a menudo cuando se estudia su obra: “Murió sin miedo; en los más viles hay alguna virtud”.

Esta opción teórica que asumo, que es una de varias, como dije al inicio,   no es incompatible con la opinión de Vargas Llosa para quien  –y aquí estoy citando a Ramos Núñez– “los frutos de la ficción (…) se bastan por sí solos y crean un universo paralelo, basado exclusivamente en la fantasía del autor. No el reflejo de la realidad, sino la construcción de un mundo alternativo, sería, conforme esa postura, el fin último de una obra de ficción”[15]. Para la creación de un mundo alternativo, sin embargo, el autor emplea elementos del mundo que conoce, categorías jurídicas, por ejemplo, que en el contexto de la fantasía del escritor, nos permite a los juristas entender mejor la esencia de dichas categorías y su lugar en el mundo, tanto en el real como en el ficticio.


[1] LONDON, Ephraim. The World of Law. New York, Simon and Schuster, 1960.

[2] POSNER, Richard A. Law and Literature, Cambridge, Mass. and London, England, Harvard University Press, 2000.

[3] OST, François. “El Reflejo del derecho en la literatura”, en Revista Peruana de Derecho y Literatura, Lima, N°1, 2006, pp. 27-28.

[4] RAMOS NÚÑEZ, Carlos. La pluma y la ley. Abogados y jueces en la narrativa peruana. Fondo Editorial de la Universidad de Lima, 2007, p. 24.

[5] BLOOM, Harold. Shakespeare. La invención de lo humano. Colombia, Verticales de Bolsillo. Grupo Editorial Norma, 2009, p. 29.

[6] BORGES, J.L. “Nuestro Pobre Individualismo”, en Otras Inquisiciones. Obras Completas, Buenos Aires, Emecé Editores, 1974, p. 658.

[7] Obras Completas, p. 1144.

[8] BORGES, Jorge Luis. Biblioteca Personal. Madrid, Alianza Editorial, Alianza Tres, 1988, p. 33.

[9] BORGES, J.L. “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius”, en Ficciones. Obras Completas, p. 434.

[10] Obras Completas, pp. 936-937.

[11] Obras Completas,  p. 1143.

[12] BORGES, J.L. Elogio de la Sombra. Prólogo. En Obras Completas, pp. 975-976.

[13] BORGES, J.L. Biblioteca Personal, op. cit., pp. 105-106.

[14] Véase SWIFT, Jonathan. “Un viaje al país de los Houyhnhnms”. Viajes de Gulliver. Madrid, Espasa-Calpe S.A., Colección Austral N° 235, sexta edición, 1967.

[15] RAMOS NÜÑEZ, Carlos. Op. cit., p. 31

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