Las protestas en Venezuela, sus lastimosas muertes, las huestes chavistas y las múltiples voces de alarma en las redes sociales han sido las protagonistas en los medios regionales esta semana y probablemente continúen siéndolo la siguiente. El proceso por el que atraviesa el país llanero es complejo y no se engloba en una mera condena al “chavismo fanático” o a los “manifestantes fascistas y golpistas».

Desde hace más de 15 años  Venezuela inició un proceso de transformación violento que la convertiría en el fenómeno ideológico y social que es hoy. La alternancia en el poder entre el Copei y Acción Democrática crearían un sistema bipartidista cerrado muy similar al colombiano antes de Álvaro Uribe.

La alternancia entre ambos partidos lejos de brindar estabilidad política, a la larga minó la legitimidad del sistema. Buena parte de la ciudadanía dejó de sentirse representada o respaldada por estos movimientos y empezó a buscar una alternativa de gobierno fuera del “plano formal de la política”. Tal anhelo sumado a la crisis del gobierno de Carlos Andrés Pérez y los bochornosos escándalos de corrupción fueron núcleos de descontento convertidos  en combustible político para un comandante de retórica inflamada, Hugo Chávez.

Una vez en el poder, Chávez inició un proceso de reforma sin precedentes en Venezuela, su consigna era democratizarlo todo e incluirlos a todos, así fuera a patadas. No obstante, la inclusión derivó en paternalismo; los programas sociales en cuentas infladas y corruptelas; la alta burocracia en una nueva oligarquía; los nuevos ciudadanos “guardianes de la revolución” no son más que matones motorizados. Chávez fracasó rotundamente, no hizo a todos los venezolanos parte de un gran proceso de reforma, sino que partió a la nación en dos. Si la Venezuela del Copei y Acción Democrática era corrupta e indolente, la de chavistas y anti chavistas es la división y la muerte hecha política pública.

Sin Chávez, el chavismo ya no cuenta con un activo importantísimo para todo populismo, el carisma del caudillo. Maduro no evoca ni por asomo las simpatías que producía Chávez en las masas, limitado  mentalmente, poco fluido de palabra, Maduro se halla sin capacidad de recurrir a la legitimidad carismática, y en todo autoritarismo tropical cuando una sonrisa no crea adhesión, se recurre a las botas y los palos. Por amor o por temor, no hay más.

Lo ocurrido en Venezuela estos días tiene un solo nombre y es infamia. Infamia la de Maduro de continuar una revolución parasitaria y violenta, infamia la de los motorizados, tupamaros y paramilitares que amedrentan, golpean y matan a sus semejantes en nombre de un gobierno que los utiliza y en defensa de una bandera que ya mancharon con la sangre de sus iguales. No siento sino repulsión por estos hechos.

Ahora bien, si la infamia me repulsa, la hipocresía me enferma hasta la rabia. Nuestra clase política  en la crisis venezolana encontró otra oportunidad para ser hipócrita. Hipócrita, nuestra izquierda que minimiza la legitimidad de las protestas estudiantiles y cataloga de «fascismo» cualquier respuesta al gorilismo fanático del gobierno venezolano al cual justifica. Hipócrita, nuestra derecha que se proclama ultra democrática ahora, pero que en el pasado reciente ha mostrado las botas cuando los intereses particulares contravienen el deseo de la mayoría, ha ridiculizado protestas y cree que las instituciones son un fastidio en vías de extinción. Lo de Venezuela es una tragedia, no una catapulta para el discurso y el itinerario propio, esa sí es una bajeza de espanto.

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