Traducido por José Antonio Salgado. Republicado y traducido con permiso de los autores. El artículo original se encuentra aquí.

Quizás en parte por la severidad de la Gran Recesión es que en los últimos años más libros, artículos y  blogs han argumentado en contra de los mercados como organizadores de diferentes partes de la economía. Una parte de esta corriente no se opone a los mercados en general, sino a la compra y venta de ciertos bienes y servicios. Un ejemplo es el libro, publicado en el 2012, del conocido filósofo Michael Sandel: «What Money Can´t Buy: The Limits of Markets». Otro ejemplo es la oposición al mercado cuando se trata de riñones u otros órganos a ser usados en trasplantes. Alvin Roth, el último y  muy merituado ganador del Premio Nobel en Economía, ha planteado que virtualmente ningún país del mundo permite este tipo de mercados, debido a que a la mayoría de gente «le repugna» la idea de permitir que órganos humanos se compren y vendan en un mercado abierto.

Un criterio general que debería ser utilizado para determinar cuándo se debe permitir que los precios ayuden a traer un balance en la oferta y la demanda, es si las ganancias privadas y sociales exceden los costos privados y sociales. Una gran ventaja de permitir precios monetarios es que el costo para los compradores es igual al ingreso de los vendedores, de modo tal que no se pierden recursos durante el proceso de  equiparar  la oferta y la demanda. En contraste, cuando los mercados colapsan por las colas, el tiempo de espera es un costo o precio para los consumidores; sin embargo,  los vendedores no reciben ingresos por estos costos impuestos a los consumidores.

Otra ventaja de los precios es que la provisión limitada de bienes será asignada a los consumidores que estén dispuestos a más por dichos bienes. Este es un resultado atractivo cuando se trata con individuos de ingresos similares, pero el racionamiento por precios monetarios puede ser una desventaja cuando personas más adineradas obtienen la mayor parte del cuidado médico u otros bienes considerados necesarios para una vida decente. Sin embargo, la manera de afrontar este problema no es eliminar los precios monetarios como una manera de racionar la oferta, sino, en cambio, redistribuir el ingreso a las personas más pobres, y quizás a veces subsidiando directamente el consumo de bienes por los pobres, como en el caso de Medicaid.

Para mostrar cómo estos y otros principios han funcionado en la práctica, plantearé algunos ejemplos en los que el uso de precios y del mercado ha sido criticado. Empezaré con el trasplante de órganos, ya que no solo Roth y Sanders, sino muchos médicos y demás han expresado su oposición a que la compraventa de órganos sea permitida. Me enfoco en los riñones, dado que el trasplante de riñón es el más común, y porque las personas pueden donar un riñón aun estando vivas, así como también pueden permitir que sus riñones sean usados luego de su muerte. Las razones para oponerse a la compra y venta de riñones son muchas, pero incluyen lo planteado por Roth respecto a la «repugnancia», y un reclamo de que mucha gente pobre podría ser fácilmente inducida vender sus órganos, o simplemente lo harían por estar desesperados por el dinero.

Esta y otras razones que se oponen al uso de precios monetarios para incrementar la oferta de órganos para trasplantes no carecen completamente de razón, a pesar de que la gran mayoría de personas que necesitan un trasplante de riñón, o que tienen parientes que necesitan trasplantes, quieren incrementar la oferta de órganos, comprándolos u otros medios. Además, el sistema actual que impide la compra y la venta de órganos significa enormes costos. En los Estados Unidos hay aproximadamente 90,000 personas a la espera de un trasplante de riñón, y el promedio de espera es de 6 años. La gran mayoría de los que esperan son tratados con diálisis, y la expectativa de vida para los pacientes bajo este tratamiento es corta. Es por esta razón que aproximadamente 4,000 personas al año mueren mientras esperan en la lista para obtener un riñón. El intercambio de riñones, empleados desde el 2005, y otros esfuerzos por reducir considerablemente el tiempo de espera han producido poco beneficio general. De hecho, el tiempo de espera se elevó de 4 años, en el 2005, a los 6 años de hoy.

Si se permitiera la compra de riñones para trasplantes el típico tiempo de espera se reduciría a no más de unos cuantos meses, y se eliminarían todas las muertes causadas por las inmensas listas de espera. Dado que en los Estados Unidos y en muchos otros países los trasplantes son, en gran medida, financiados por el gobierno, el acceso a trasplantes, en un sistema en el que se puedan comprar riñones, no dependería tanto de los ingresos de las personas. A la luz de estas consideraciones, no entiendo cómo es que una persona consciente del enorme costo impuesto por el actual sistema sobre los miles de individuos que necesitan un riñón podría oponerse a que los riñones sean comprados y vendidos, incluso luego de tomar en cuenta la «repugnancia» y otros supuestos costos de permitir un mercado de riñones. Para leer una discusión más detallada sobre permitir un mercado de órganos, ver Becker & Elias, The Journal of Economic Perspectives, 2007, pp. 3-24, y la entada a mi blog sobre trasplantes de órganos (1-1-2006).

Comento brevemente otros dos ejemplos controversiales. La congestión vehicular es un problema que aqueja a la mayoría de ciudades en el mundo, como por ejemplo Beijing, México D.F. y Los Ángeles. La congestión vehicular le significa un gran costo a los conductores, ya que este incrementa sustancialmente el tiempo en trasladarse de un destino a otro. Nuevamente, al igual que con los trasplantes, el tiempo perdido en el tráfico es un «precio» ineficiente, dado que los conductores pierden su tiempo sin que ello provea beneficio alguno para nadie. En efecto, esto daña a los demás porque el tiempo de manejo de otros conductores incrementa cuando alguna persona decide manejar durante la hora punta.

Una alternativa para los atascos vehiculares es poner precios para el uso de avenidas y carreteras durante las horas congestionadas, como se hace en Londres, donde se cobra por el ingreso al distrito financiero durante las horas pico en días de semana. Este «precio a la congestión» reduciría los tiempos de manejo, incentivando a algunas personas a cambiar sus horas de manejos por unas menos congestionadas, a compartir viajes, a tomar rutas más lentas y menos directas a sus destinos, o a manejar menos.

Por supuesto, aquellas personas que le den mayor valor a su tiempo serían las que se vean más inclinadas a pagar las tasas de la congestión para seguir utilizando las rutas principales. Dado que la gente más adinerada es usualmente la que le da un mayor valor a su tiempo, serían los más pobres quienes se verían inclinados a cambiar sus patrones de manejo. Sin embargo, una mejor manera de ayudar a los conductores de escasos recursos, en lugar de usar la congestión, es utilizae lo recaudado en los peajes de congestión para ayudarlos, por ejemplo, a mejorar la calidad de las rutas en los barrios más pobres.  La congestión es un método demasiado ineficiente para racionar el uso de la carretera y ayudar a los conductores que dan menos valor a su tiempo.

Mi ejemplo final trata del reclutamiento militar voluntario, que utiliza la remuneración en lugar del reclutamiento forzado para contar con un número suficiente de hombres y mujeres en las fuerzas armadas. La mayoría de lectores serán muy jóvenes como para recordar la oposición que hubo a la eliminación del reclutamiento en los Estados Unidos previo a que las fuerzas armadas se hicieran netamente voluntarias en 1973. Entre otras cosas, se decía en aquel entonces que una armada voluntaria sería «mercenaria» y que reduciría el patriotismo, que solo los pobres y las minorías se enlistarían, que una armada voluntaria no pelearía bien en una guerra difícil, y así sucesivamente.

La evidencia de los últimos 30 años de los Estados Unidos y otras naciones en las que se usa el ejército voluntario muestra exactamente lo opuesto: esto es, que un ejército voluntario es muy profesional y que pelea con gran destreza en circunstancias difíciles (piensen en Afganistán e Iraq), que muchos hombres y mujeres jóvenes de clase media, e incluso de familias pudientes, se enlistan voluntariamente, y que en lugar de explotar a las minorías, se les provee de grandes oportunidades para su desarrollo (Colin Powell es un ejemplo prominente).

No ha sido mi intención trazar una línea exacta que divida aquello para lo debe utilizarse los precios y el mercado, y aquello otro para lo que no. Como tampoco niego que para algunas actividades el costo de utilizar los precios monetarios excedería las ganancias. Sí creo, sin embargo, que en los Estado Unidos y en otras economías el gran problema no es el uso excesivo de los precios y el mercado, sino que su uso insuficiente. Los ejemplos planteados explican el razonamiento detrás de esta conclusión.