Tratando de encontrar algo que justifique el nombre que acepté que tuviera este blog por sugerencia de mis amigos de Enfoque, vinieron a mi cabeza varios recuerdos acerca de las diversas aulas en las que me ha tocado vivir el complejo proceso de aprendizaje – enseñanza, recuerdos que decidí compartir con los lectores.

Aula: “sala donde se celebran las clases en los centros docentes” es lo que reza el Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española sobre dicha palabra.

Mi relación con un aula se remonta a los años en los que comencé a tener uso de razón. Sin saber la estrecha vinculación que posteriormente iba a tener con mi vida ese lugar – este verano cumplo doce años como profesor en la Facultad de Derecho de la Pontificia Universidad Católica del Perú -, mi recuerdo más remoto de un aula es la de aquella Sala de la casa de mi tío Lucio, en la Calle Santa Fe, donde funcionaba un nido al que comencé a acudir desde los 3 años. Ni siquiera el hecho de que gran parte del día la pasara en el segundo piso de la casa de mi tío jugando con los carritos de mis primos Manuel y Carlos, impediría que aquella Sala, llena de pequeñas sillas y mesas y cuya puerta de vidrio daba hacia el patio principal de la casa, se convierta en mi primera aula. Era finalmente una sala, se celebraban ahí las clases y estaba en un centro docente. La terraza de la casa donde mi tía Lucha permitía que jugara con los carritos, estaba físicamente en un centro docente, pero no era ni una sala, ni recibía ahí clases, aunque jugara en horas en las que debía recibirlas.

Luego de hacer mi primer grado de primaria en el mismo centro educativo, me tocó volverlo hacer en el patio de primer y segundo grado del Colegio San Agustín. Las razones legales de por qué tenía que volver a hacer el primer grado me fueron explicadas por mi madre a edad muy temprana como para poder entenderlas. Quizá esa haya sido la primera explicación legal que escuché. Lo único que recuerdo es que una norma dictada por Velasco era la culpable de que volviera a cursar el primer grado en un pabellón escolar, que esta vez era enorme, en comparación con la casa de mi tío.

Aún recuerdo las aulas del primer y segundo grado: pequeñas salas cuadradas llenas de mesitas y sillas. Hacia el lado derecho había una serie de estantes donde los estudiantes guardábamos los implementos de formación laboral y los de educación física. Quizá la única diferencia entre las aulas era que mientras las del primer grado estaban en el primer piso, las del segundo grado estaban distribuidas en la segunda planta.

El tercer grado suponía un progreso: se abandonaba el pabellón de primer y segundo grado para pasar a los pabellones grandes, donde se alojaban las aulas desde el tercer grado de primaria hasta quinto año de secundaria.

Aunque todas las aulas eran iguales en tamaño, el pasar al tercer grado supuso sentarse por primera vez en una carpeta. Precisamente estas eran lo único que diferenciaba a las aulas de primaria de las de secundaria: su tamaño y material, pues mientras las de primaria eran de metal celeste, las de secundaria eran unas grandes y viejas carpetas de madera sumamente fuertes, hechas quizá especialmente así con la intención de evitar que estas salgan disparadas por los aires en los cambios de hora.  Unas grandes ventanas hacia el lado izquierdo, dos puertas al lado derecho y las pizarras de madera (en las que algunos profesores utilizaban tizas antialérgicas) componían la estructura básica de las aulas donde pasé los restantes 9 años de vida escolar.

El aula del Colegio que más recuerdos me trae es claramente la del quinto año de secundaria, no solo por ser la más cercana en el tiempo, sino porque quizá haya pasado en ella los mejores momentos del Colegio. Las carpetas antiguas, grandes, de madera de color oscuro, con algunos arreglos de fierro negro en la parte inferior, muy pegadas entre sí para que entraran casi 50 de ellas en un salón, dibujaban un paisaje muy especial en aquella aula que marcaría después todos los recuerdos del Colegio.

El fin de la vida escolar no supuso el abandono de las aulas. Muy pronto sustituí aquellas salas de clase del Colegio San Agustín, por los inmensos salones de clase de Estudios Generales Letras en la Pontificia Universidad Católica del Perú. Enormes salas escalonadas, con mesas largas y unos bancos excesivamente incómodos fueron las que me recibieron en mi vida universitaria. Durante el primer semestre universitario todas las clases eran en el mismo salón: el aula 103. En ella me inauguraba en la vida universitaria escuchando al recordado maestro Luis Jaime Cisneros, y a los profesores Salomón Lerner y Sandro Pavletich, entre otros. Durante los siguientes años de Estudios Generales transitaría por las demás salas, desde aquella alargada y en esquina donde escuchaba las clases de Historia del Perú con José Antonio del Busto, hasta aquellas del segundo piso con lunas a ambos lados donde se impartía Historia del Perú 2 con Margarita Guerra, o aquella muy oscura de Teología 2 con el padre Felipe Zegarra. Recuerdo también aquellas pequeñas aulas donde se impartían Filosofía 3 con Pepi Patrón y Teología 1 con el padre Crespo, en las que el espacio entre carpeta y carpeta era prácticamente inexistente. En cualquier caso, además del 103, recuerdo especialmente un aula oscura en el primer piso donde escuchaba las clases de Ética con Miguel Giusti, y donde alguna vez Salomón Lerner nos dio – en recuperación – una clase de filosofía medieval.

Al menos desde el segundo semestre de 1991, el tránsito por las aulas de Estudios Generales Letras anunciaba algo que en el colegio no pasaba: no había forma de identificarse con un aula ni con un grupo de compañeros. Cada clase tenía un profesor distinto, un aula distinta y un grupo de estudiantes también diferente. Hasta ese momento, la experiencia vivida en las aulas tuvo al espacio físico y al grupo de compañeros de clase como algo permanente y al profesor como el único elemento variable. En cambio ahora, todo era variable, quizá la única constante era la reunión de los compañeros en la rotonda de Estudios Generales.

Inmediatamente advertí que aquellos salones grandes donde un grupo de compañeros escuchábamos las lecciones de un profesor no eran los únicos lugares donde aprendería o donde recibiría lecciones en la Universidad. Aún recuerdo las discusiones, especialmente las de filosofía, en la cafetería o en los jardines del CAPU, en las que aprendía de muchos de mis compañeros. Recuerdo especialmente las discusiones sobre Descartes, Kant y Hegel que manteníamos en la cafetería de letras antes de las prácticas calificadas de filosofía 2, que precisamente por ausencia de aulas, tenían el inapropiado horario de los sábados de 4 a 6 de la tarde. Aunque decir que discutía sobre Hegel no sea lo más apropiado, pues creo que mi nivel de comprensión de su pensamiento solo me alcanzaba para tratar de aprender o recordar lo que otros decían haber entendido.

Los jardines del Capu servían sobre todo para estudiar Matemáticas 1 y Lógica, ya que de los cubículos de la Biblioteca éramos frecuentemente expulsados. ¿Por qué? Por discutir, por intercambiar ideas, por hablar. Un amigo del colegio, sumamente destacado, que por esa época estudiaba en Estudios Generales Ciencias, destinaba algunos minutos de su descanso para explicarnos Mate 1.

¿Eran la cafetería de letras y los jardines del CAPU aulas? Aunque la cafetería era un recinto cerrado, y los jardines un campo abierto, ambos tenían en común el que estaban en un centro docente. ¿Se impartían clases? Mi amigo de ciencias, con seguridad, sí; y las discusiones con mis compañeros de letras, en algunos casos, también lo eran. ¿Qué es una clase? “lección que da el maestro a sus discípulos cada día”, reza el Diccionario de la Real Academia de la Lengua. Lo que recibí yo en uno y otro lado era una lección, no precisamente de mis maestros, más bien, de mis compañeros. Y de ellos, aprendía mucho. ¿Es que acaso mis compañeros también eran mis maestros?

Otro recinto universitario donde recuerdo haber aprendido mucho fue la oficina de Luis Jaime Cisneros. No terminé siendo ni lingüista, ni literato, mucho menos filólogo; soy abogado y profesor universitario. Pero de Luis Jaime Cisneros aprendí la entrega que deben los maestros a sus alumnos, en lo personal y en lo profesional, y la responsabilidad que hay frente a ellos en esas dos facetas. Aprendí también que ese seguimiento en lo profesional y personal se hace con absoluto respeto a la libertad y a la diversidad. El maestro no impone, guía, con profundo respeto por la libertad. Cada reunión en su oficina duraba cerca de una hora, media hora menos de lo que solía durar una clase. En cualquier caso, la duración no es algo que la Real Academia de la Lengua Española toma en consideración para definir qué es un aula. Lo cierto, es que era una sala (muy pequeña, claro está) donde recibía lecciones de mi maestro. Lecciones de vida, es decir, aquellas que no tienen un sílabo, ni objetivos colocados en un papel, ni evaluaciones. O quizá sí, evaluaciones, sí, pues cada vez que salía de la oficina de Luis Jaime, me iba con una tarea específica: uno o dos libros por leer. Nadie me iba a reprobar en un curso por no hacerlo, pero de modo alguno se me hubiera ocurrido ir a visitar a Luis Jaime, sin haber leído o revisado alguno de los textos recomendados. Y con ese imperativo moral, aprendí y mucho. Incluso mi reclamo por no poder leer un libro de Camus por ser desconsolador, o las impresiones sobre los textos de Chesterton que leía y con placer, podía compartirlas con absoluta libertad y honestidad con Luis Jaime, sin la presión de una nota. Aunque nunca pude con Camus, sí pude con Sartre, y eso se lo hacía notar en mis visitas.

Hasta el día de hoy me sorprende el tiempo que dedicaba para escucharme, incluso después de haber dejado de llevar el curso con él. Recuerdo haberlo visitado cuando era estudiante de Derecho, y alguna vez, luego de regresar de mis estudios de maestría. Aún recuerdo que en uno de los cajones de la mesa de su oficina tenía un pequeño folder amarillo de cartón, en el que a modo de historia clínica anotaba cada una de las reuniones que teníamos y las lecturas que recomendada, como hace el médico cuando anota el tratamiento que le da a sus pacientes. Con aquel inconfundible tono de voz saludaba, se sentaba, abría el cajón y sacaba el folder.

No solo aprendí de él el acompañamiento que debe dar un profesor a sus alumnos, sino la generosidad con la que compartía su tiempo con nosotros, para hablar de tantos temas a la vez, con un hilo conductor común: la lectura. A veces pienso que Luis Jaime me hablaba también a través de los textos que me recomendaba, lo que quizá no haya comprendido yo al inicio.

El verano de 1993 supuso un cambio en mi relación con un aula. Decidí acompañar a un grupo de estudiantes a una obra social en un pueblo alejado de Cajamarca. Ese año se produjo una huelga muy larga del sindicato de profesores, razón por la cual, además de ayudar a construir una poza de agua, había que dictar clases en el colegio nacional de la zona. Pequeñas aulas con pocas carpetas y pizarras muy grandes, que no eran sino paredes pintadas de verde. Las tizas de polvo blanco que respiraba cuando hablaba. Las puertas eran de madera, pero no llegaban a cubrir todo el marco. Me tocó dictar las clases de inglés e historia del Perú. Era la primera vez que me paraba frente a un aula para dictar una clase. Lo que recuerdo de esa experiencia fue por un lado una enorme satisfacción por estar colaborando con los estudiantes pero por otro, una profunda sensación de frialdad: los estudiantes pasivos, callados, sin mayor interacción conmigo. La frialdad del salón de clase se desvanecía frente a aquella que mostraban los estudiantes. Siendo ella mi primera experiencia en el dictado, sentía que la causa del problema era yo, y seguramente fue así.

Luego vino Derecho. Frente al pabellón de Letras, el de Derecho era moderno. El ingreso a la Facultad de Derecho supuso el regreso a un aula grande: el antiguo D-105 – hoy anfiteatro Monseñor Dammert – donde escuchaba las clases de Marcial Rubio y César San Martín, pues las de Enrique Bernales eran más bien en el D – 205- hoy anfiteatro Armando Zolezzi-. La antigua aula en forma de auditorio hacía recordar a quienes estudiábamos en ella al aula de la famosa serie Alma Mater, que muchos de mi generación seguíamos. Como estudiante todas las clases las tuve en el recientemente construido edificio de la Facultad de Derecho. Las aulas del primer piso tenían carpetas individuales, mientras que las del segundo eran incómodas bancas largas, viejas, de madera pintada con un marrón sumamente oscuro, que le daba cierto aire de inicios del siglo XX al salón de clase. Con seguridad eran bancas que venían del local de la Plaza Francia.

Al igual que la experiencia en Estudios Generales Letras, no solo aprendía en los salones, sino también fuera de ellos; en la rotonda de derecho discutiendo con mis compañeros de promoción, rotonda cuyo fondo era el de un edificio permanentemente en construcción: lo que posteriormente sería el auditorio de Derecho. Gran parte de mis estudios en la Facultad fue compartido con mezcladoras, albañiles, ladrillos y cemento fresco, hasta que finalmente, a la par que concluía mis estudios en la Facultad, se terminaba de construir también el auditorio, recinto en el que finalmente se graduaría mi promoción.

Los salones, fuera de esas incómodas carpetas del segundo piso, eran amplios, iluminados, ventilados y cómodos. Sin embargo, para los grupos de estudio con los que tanto aprendí buscábamos otros lugares fuera del salón. Para resolver los casos de Introducción a las Ciencias Jurídicas o Derecho Civil 1, el frente de cemento del Capu. Para estudiar obligaciones la sala de la casa de Alfonso Montoya. Para estudiar derecho procesal civil, cualquier sitio era bueno, pues era el curso más temido de los primeros años de Facultad: los salones de Estudios Generales Letras que pedíamos para estudiar, cuando nos echaban de ellos, los pasadizos del mismo pabellón, o la rotonda de Derecho.

Recuerdo que mientras estudiábamos para el temible examen final de derecho procesal civil 1 en el suelo del pabellón de Estudios Generales Letras, con varios de mis compañeros, llegamos a la conclusión de que no sabíamos nada. No era posible resolver ningún caso de los que el profesor Monroy tomaba en la Universidad de Lima, y teníamos tantas dudas que era imposible que alguno de nosotros pudiera aprobar el examen. La angustia llevó a que tomáramos una firme determinación: era necesario llamar al profesor para pedirle una cita y que nos absuelva la serie de dudas que por esa fecha nos angustiaba. Llamamos al profesor y nos atendió su secretaria, a quien le expresamos la urgencia que teníamos de reunirnos con él. Éramos seis de sus alumnos, que al día siguiente teníamos el examen más difícil de nuestras vidas y que habíamos llegado a la convicción de que no sabíamos nada, pues no estábamos en capacidad – según nosotros – de resolver ningún caso. La secretaria debe haber sabido interpretar la desesperación, al punto que nosotros volveríamos a llamar nuevamente. Las llamadas las hacíamos desde el teléfono público de la Universidad, ya que para el año 1993 el uso del celular estaba reservado para los abogados sumamente exitosos, entre los cuales estaba claramente nuestro profesor, pero que quizá lo tendría apagado, pues la batería para esos años solo duraba una hora. La insistencia en hablar con la secretaria dio el resultado que queríamos: el profesor Monroy nos dijo que nos podía atender. Inmediatamente alistamos nuestras cosas y nos fuimos corriendo al Estudio Javier de Belaunde, en San Isidro.

Seis estudiantes de la Facultad de Derecho en plena semana de exámenes finales llenamos la pequeña sala de espera del Estudio. Esperamos 20 minutos, y no llegaba; media hora, y tampoco. En ese momento, decidimos que no podíamos perder más tiempo, pues el examen era al día siguiente, muy temprano por la mañana. Decidimos ponernos a estudiar en la sala de espera: a abrir mochilas, sacar códigos y casos y comenzar a resolverlos. Discutíamos sobre los casos a viva voz en plena sala de espera. Los clientes que llegaban al Estudio hacían ademanes por entrar a la sala, pero ninguno era capaz de hacerlo; así que no les quedaba más que esperar en el pequeño pasadizo frente a la recepción, parados, no importa, pero lejos de nosotros. Hora y media después, llegó nuestro profesor. Salió a la sala de espera, se sentó en el sillón, le hicimos unas dos o tres preguntas, y salimos tranquilos. No creo que haya sido mucho lo que le hayamos preguntado, pero quizá sí lo que nos respondió. Estuvimos casi dos horas en esa sala de espera aprendiendo de nosotros mismos, de las discusiones, de la resolución de casos, y luego de las pocas preguntas que le hicimos al profesor. ¿Acaso esa sala de espera del Estudio Javier de Belaunde se convirtió por esos momentos en un aula?

El último año de estudios en la Facultad de Derecho tuve que enfrentarme a otro tipo de aula: las de los seminarios de integración. Estas eran aulas más pequeñas que las normales, en las cuales se disponían unas mesas formando un rectángulo donde nos sentábamos los alumnos y el profesor a discutir casos. La propia disposición de las aulas permitía sentir que los alumnos y el profesor se encontraban en un mismo nivel. El profesor ya no dictaba, sino que propiciaba la discusión. Los estudiantes claramente no aprendíamos del profesor, sino de nuestros compañeros; el desafío del profesor era el de promover una auténtica discusión y preparar adecuadamente los casos. Su intervención al final, era fundamentalmente conclusiva. Eso es lo que fundamentalmente hacían: Jorge Avendaño Valdez, Domingo García Belaúnde y Enrique Elías Larosa. Aprendía de ellos, sí; pero fundamentalmente de mis compañeros de clase; a quienes debo mucho de lo que aprendí en los cuatro años y medio que cursé la Facultad de Derecho. Muchos de ellos son ahora profesores de la Facultad de Derecho, y puedo decir, sin lugar a ninguna duda, que tuve la suerte de tenerlos de profesores, mientras cursaba los cursos con ellos.

Mi última clase en la Facultad de Derecho fue la clase magistral con nuestro padrino de promoción, el recordado y muy querido Armando Zolezzi, precisamente en el antiguo D-205, salón que luego de su lamentable muerte, sería convertido a anfiteatro y bautizado con su nombre.

¿Qué es un aula entonces? Ensayando una respuesta genérica, podría decir que un aula es el lugar donde se aprende.  ¿Importa que tenga pizarras y carpetas? ¿Importa que en ella se desarrolle permanente y exclusivamente la función de aprendizaje? ¿Importa que de quien se aprende sea del,profesor? ¿Y qué serían los lugares donde se aprende de los compañeros de clase? Creo que el proceso enseñanza – aprendizaje tiene el milagroso poder de convertir a todo lugar en el que se produce en un aula.

A los seis meses de haber concluido los estudios de Facultad, inicié mis estudios de maestría en Roma. La primera vez que asistí a clases, me enfrenté a un aula distinta, se trataba más bien de una biblioteca, donde se habían dispuesto las mesas formando un cuadrado, con sillas al lado, donde al mismo nivel nos sentábamos estudiantes y profesores, como en la de los seminarios de integración de la Facultad de Derecho. No había ni una pizarra, ni una tiza. Las paredes estaban abarrotadas de libros y en el centro, solo mesas y sillas. A las clases solía asistir más de un profesor, el que la dictaba, y otro profesor auxiliar, que al final de las disertaciones formulaba una serie de preguntas al profesor principal. Al profesor, no se le interrumpía mientras hablaba, ni mucho menos mientras disertaba.

Recuerdo que en Roma alguna vez tuve clases en la sede del Parlamento, otras veces en la sede del Unidroit, varias en el local del Centro de Estudios Italo – Latinoamericano. Lo particular es que la mayoría de estos ambientes no eran usualmente aulas, sino salones que estaban destinados o a muestras, o a conferencias, o a proyecciones de películas.

Los ambientes del Centro de Estudios Italo – Latinoamericanos eran los más versátiles. Allí hubo un festival de cine peruano durante una semana, pero también un importante congreso de derecho procesal. Escuché en esos ambientes a Enrique Vescovi, Augusto Morello y Ada Pellegrini, entre otros distinguidos procesalistas; en el mismo lugar en el que se proyectaba – en otro momento– La ciudad y los perros, Juliana y Maruja en el infierno.   Mágicamente una sala de cine se convertía en un aula. Eso quiere decir que la pequeña sala de la casa de Martha Lucía en Rebibbia también sufriría de esa transformación, cuando estudiábamos para el temible examen de derecho romano con Milagros y Diego. ¿Una sala de estudio es un aula? Si el estudio es entendido como un proceso solitario, no lo creo; pero cuando se convierte en una experiencia compartida, sin duda lo es. Experiencia que no se presenta cuando varias personas se sientan y ensimismadas leen o estudian sin compartir con los demás, como suele ocurrir en las bibliotecas; sino cuando más de dos personas interactúan aprendiendo una de la otra, o ambas a la vez. ¿Por qué concebir el salón de clases entonces solo como un lugar donde uno enseña y el otro aprende? ¿Es que acaso en el concepto que la Real Academia de la Lengua tiene de clase el profesor nunca aprende? ¿El profesor no aprende de sus alumnos?

Regresé de Roma en noviembre de 1999, y en enero del año 2000 retomé mi relación con las aulas en el Perú, esta vez, como profesor.

(Continuará)

1 COMENTARIO

  1. Dr. Priori, he leído con sumo interés y agrado su artículo, particularmente por que me identifico con muchas de las situaciones vividas como estudiante universitario. Estudié en la Universidad Nacional de Trujillo y mi primer año de cachimbo fue en un aula con techo de eternit, en pleno verano del año 92. Esa aula era llamada «El Gallinero» ya se imaginará porque.
    En fin, es irónica la vida a veces, ya que Ud. refiere haberle temido a las clases de procesal civil y en la antesala de un examen final, sintió que no sabía nada, para muchos años después, llegar a ser un reconocido profesor que domina el campo procesal. Similar situación me tocó vivir con el curso de Derecho Laboral del Profesor Orlando Gonzales Nieves, y no era el único, por que la mayoría le tenía no miedo sino pavor a este curso. Y bueno muchos años después, aunque no con los mismos bríos que usted, terminaría trabajando en el area de Derecho Laboral en el Poder Judicial.

    Es por ello que me identifiqué con su artículo y ojalá escriba la segunda parte, tal como lo ha ofrecido.

    Saludos,

    Alexander

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