Por: Gustavo M. Rodríguez García
Abogado, profesor, y especialista en propiedad intelectual, derecho del entretenimiento y de la competencia.

En los últimos días se produjo cierto debate a propósito de la exhibición de la película peruana “Las malas intenciones”. El Ministerio de Cultura tuvo que intervenir mediante un comunicado solicitando la programación de la película en horarios que permitieran, supuestamente, la asistencia del público. La posición adoptada sobre este tema, a mi juicio, denotaría cierto desconocimiento sobre las reglas del mercado. Y es que es el propio público el que decide con su asistencia si una película será relegada a horarios menos atractivos o no. Es lógico que así sea. Si la gente quiere ver Los Pitufos, no existe discurso alguno que justifique quitarle horario o salas a tal película para programar a aquella que no ha recibido el favor del espectador.

Este domingo 30 de octubre se publicó una nota interesante al respecto en el Diario El Comercio. En dicha nota, la Directora de Industrias Culturales del Ministerio de Cultura señalaba, según la cita que hace el referido diario, que: “El cine es una industria cultural. Hacer una película no es lo mismo que hacer cualquier otro producto, pues produce un efecto mediático, y social, global y local”. Esta concepción que parece plantear cierto apartamiento de las reglas de mercado sería, en mi modesto entender, equívoca. Y lo sería porque, nos guste o no, las películas son un producto.

El debate ha girado en torno al supuesto abuso de las exhibidoras al relegar a la cinta peruana a horarios de poca recepción. La pregunta, no obstante, es otra: ¿por qué las cintas peruanas no reciben el favor del público? Para ser honesto, reconozco en muchas películas peruanas mensajes importantes. Se me viene a la mente la laureada “La Teta Asustada” o, incluso “Días de Santiago”. Sin embargo, hay algo que ha caracterizado en alguna medida al cine nacional. Para mi gusto, más allá del mensaje, nos confronta a menudo con la miseria humana o la dura realidad en muchos aspectos. Algunos responderán que esa es nuestra realidad y puede ser cierto ello, sin embargo, creo que esta constante influye, en algo, en la receptividad de la gente. En todo caso, este post no pretende hacer crítica cinematográfica ni establecer alguna vinculación puntual entre una película y el derecho (eso se lo dejo a Cecilia y Alfredo para su blog en Enfoque Derecho).

¿Es que se pretende que el favor de la gente se logre mediante una ley? El profesor García Canclini entiende por industrias culturales al “… conjunto de actividades de producción, comercialización y comunicación en gran escala de mensajes y bienes culturales que favorecen la difusión masiva, nacional e internacional, de la información y el entretenimiento, y el acceso creciente de las mayorías” (en su trabajo “Las industrias culturales y el desarrollo de los países americanos”). Las industrias culturales, entendidas de esta forma, no pueden ser entendidas como orientadas a un fin divorciado de la lógica del mercado.

Lo cierto es que no es posible concebir actividad humana que no tenga cierta dimensión cultural. Emplear el discurso de las industrias culturales para tratar de excluir cierta industria de las leyes del mercado es equívoco porque, más allá de reconocer la indudable incidencia del cine en la cultura, estamos frente a un producto que debe competir como cualquier otro por recibir el favor del público. Dicho esto, el problema no es, entonces, de programación abusiva de las exhibidoras sino de receptividad del público a las cintas. Y es que los galardones de una película no nos garantizan, ni podrían hacerlo, la recepción favorable y eventualmente masiva del público.

El cine se enmarca en lo que puede denominarse, con menor arbitrariedad, “industrias del entretenimiento”. La incidencia cultural es innegable pero lo cultural no hace de la película menos producto y más cultura. Ese tipo de división parece antojadiza, ¿cuándo empieza algo a ser más cultural que mero divertimento? Este razonamiento esconde una pretensión por juzgar unilateralmente lo que es cultural y de lo que no lo es agraviando, precisamente, la libertad de expresión de los creativos. ¿Por qué deberíamos de considerar menos cultural a la película “La Era del Hielo” con relación a “Ojos que no ven” o “El Bien Esquivo”?

El error del que muchos partes es creer que el cine no es como cualquier otro producto. Lo es y así debe ser. ¿Por qué existe cierta oferta de películas? Pues porque existe esa demanda de películas. Nunca la frase “la gente ve lo que quiere ver” ha sido tan gráfica. Eso no condena, de ninguna forma, a quienes quieran hacer cine de determinada naturaleza a tener que exhibir sus películas fuera del circuito comercial. Impone, eso sí, la carga de tener que ganarse a la gente mediante otros recursos. ¿Por qué la gente asistió a ver “Un día sin sexo” y no otra película? Pues, porque eso quería la gente. En vez de incursionar en el pantanoso terreno de lo cultural y no cultural para dar el salto hacia esquemas legales que imponen ciertos beneficios a lo cultural, ¿por qué no darle la mano a la cinematografía nacional mediante otros medios? Si equivocamos el camino… pronto estaremos hablando de cuotas de exhibición en salas de cine para películas nacionales, tiempos mínimos de exhibición, entre otras nefastas medidas que, finalmente, será exigidas luego por las industrias que, a su entender, se sentirán con igual derecho a merecer de este favor, no del público, sino político. Después de todo, de eso hablamos cuando reivindicamos el principio de soberanía del consumidor.

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