Marco León Tomasto, abogado por la Universidad Nacional Mayor de San Marcos. Máster en Criminal Compliance por la Universidad Castilla-La Mancha (España). Maestrando en Derecho Penal por la Pontificia Universidad Católica del Perú.
I. Estado de la cuestión
Hasta finales del siglo XVI, la prisión importaba un lugar de retención a los sujetos que habían sido hallados culpables por la comisión de un delito o para aquellos que esperaban un juzgamiento. Esta cárcel de custodia tenía como principal finalidad el aislamiento o separación social. Para ello, las acciones estatales se dirigían, en puridad, a contener y a guardar a los reos en monasterios, casas de trabajo[1] o de corrección[2], construcciones cerradas en aras de asegurar su confinamiento.
Esta práctica, evidentemente, ignoraba el carácter que, en la actualidad, se les otorga a las cárceles, esto es, la búsqueda de la reincorporación del preso a la sociedad –resocialización.
En la actualidad, posterior a las ideas reformadoras de John Howard[3], Cesar Beccaria[4], Jeremías Bentham, entre otros, la prisión tiene como designio la reforma y corrección de los presos a fin de que, posteriormente, al ejercer su libertad personal a plenitud, no se constituyan en una futura “amenaza” a la sociedad por la posible comisión de hechos delictuosos.
Sin embargo, esta lucha constante ocasionada por los problemas sociales como la comisión de delitos, la reincidencia delictiva, entre otros, no debe ser tratada únicamente a través del ius puniendi del Estado, específicamente, mediante el Derecho Penal.
En efecto, el Derecho Penal no puede ser la solución ante los problemas que enfrenta la sociedad, sino solo debe intervenir en aquellos supuestos donde existan o se evidencien los conflictos más graves (carácter fragmentario) y donde los otros mecanismos de control social han fallado o no son idóneos (carácter subsidiario).
Esto es así también, pues ante la imposición de una pena judicial –en su mayoría privativa de la libertad-, los operadores de justicia no cuantifican la verdadera sanción que se le impone al condenado a partir de las consecuencias aflictivas que se derivan de su encierro en un establecimiento penitenciario.
Por tal motivo, autores como Zaffaroni postulan que la medición de la pena no debe basarse en criterios cronológicos[5], sino de forma cualitativa; es decir, a partir de una valoración real de las circunstancias que importa el encarcelamiento[6]. Lo cual, a consideración propia, importa un necesario cambio de pensamiento sobre cómo debe operar la pena privativa de libertad, y esta idea postulada por Zaffaroni parece un buen punto de partida.
II. Situación penitenciaria en el Perú
Según el Instituto Nacional Penitenciario (INPE) y la Defensoría del Pueblo (DP), a diciembre de 2019, la población del sistema penitenciario fue de 97 111 internos en un total de 68 penales que operan a nivel nacional, de los cuales, 62 151 (64%) cuenta con una sentencia condenatoria y 34 959 (36%) con mandato de prisión preventiva.
Asimismo, de dicha cifra, las mujeres hacen un total de 5 156, aproximadamente; mientras que los varones, 91 955. Además, también se ha registrado que, en las cárceles, viven alrededor de 165 niños: 86 varones y 79 mujeres, por vigencia de su derecho a permanecer con su madre hasta que cumplan los 3 años.
Por otro lado, en el Perú es sabido que, a los adolescentes, desde los 14 años y ante la comisión de una infracción penal se les puede imponer medidas restrictivas a su libertad personal. Las más grave es la medida socioeducativa de internamiento la cual se lleva a cabo en alguno de los 9 centros juveniles en todo el territorio nacional. La sumatoria poblacional de este sector da un total de 2 103 adolescentes internados.
Estas cifras siguen siendo alarmante si se hace un recuento con las estadísticas realizadas también por el INPE a diciembre de 2018. En dicha fecha, la población del sistema penitenciario era de un total de 112 526.
Con todo ello, es de precisar algo preocupante y cognoscible desde hace ya un tiempo: la densidad de personas privadas de su libertad supera a la cantidad real y posible que pueden albergar las cárceles. Esto es, la capacidad ideal de albergue es de 40 137 internos aproximadamente, ante los 97 111 internos que realmente se encuentran en prisión, lo que se traduce en una sobrepoblación carcelaria: hacinamiento[7].
Porcentualmente, el contraste de dichas cifras arroja un hacinamiento de hasta el 140%[8], lo cual, entre otras cosas, constituye inexorablemente un factor contrario si lo que se pretende es la resocialización.
Estos problemas, obligan al Estado a una reforma del sistema carcelario, lo cual no solo involucra voluntad legislativa, sino además la existencia de recursos financieros que habiliten la ampliación, modernización y mejora de la infraestructura carcelaria. Es razonable afirmar que en un penal donde existe más gente que la que pueda tolerar, convierte en inviable la realización plena de las actividades dirigidas a la reinserción social.
Por tal motivo, en nuestro país se planteó la posibilidad de concesionar cárceles bajo la asignación de su diseño, construcción y equipamiento al sector privado. Ello no involucraba una ausencia de injerencia por parte del sector público, pues este mantendría la parte operativa. También se propuso la tercerización de algunas labores dentro de las prisiones o, en caso extremo, dejar el manejo cabal de los centros penitenciarios al sector privado.
Ante todas estas opciones, el Perú, en el 2010, llevó a cabo un proyecto de construcción de un centro penitenciario bajo la modalidad de concesión; no obstante, dicho proyecto no tuvo buen puerto cuando la Defensoría del Pueblo advirtió irregularidades, desde el punto de vista jurídico, respecto a la delegación de competencias que le competían al INPE. Esto trajo como consecuencia la anulación del contrato de concesión, pese a que ya se había otorgado la buena pro.
III. Cárceles productivas
El cumplimiento de una pena privativa de la libertad, de modo alguno, priva el derecho al trabajo; no obstante, este si puede verse ciertamente limitado. En la actualidad, los presos pueden seguir ejerciendo ciertas labores, siempre y cuando sea factible de acuerdo a las condiciones del centro penitenciario y no sean contrarios a los fines de la pena.
La finalidad de dichas prácticas intramuros es la posibilidad de obtener ingresos económicos para diversos fines como el sostenimiento de su hogar o el pago de la reparación civil; sin embargo, estas actividades son muy limitadas. Incluso, extramuros, de la población post penitenciaria, el 40%, aproximadamente afirma que no consigue un trabajo porque estuvo en prisión o recluido en un centro penitenciario.
Ante dicha situación problemática, el Estado ha tomado algunas medidas que buscan implementar programas que tengan como principal objetivo: la reinserción de los condenados a través del trabajo y la educación desde las cárceles. Programas como el denominado “Cárceles Productivas”.
Así, en el 2017, se emitió el Decreto Legislativo N° 1343 con el objeto de regular y fortalecer el tratamiento penitenciario y post penitenciario a través de la promoción y desarrollo de actividades productivas que permitan lograr la reinserción laboral y complementar la educación básica de los reclusos, en aras de contribuir a la resocialización.
En cuanto a la reinserción laboral, los beneficios de este programa pueden verse desde distintas aristas, ya sea desde el punto de vista de los internos que generan capacidad adquisitiva y un estímulo psicológico (autoestima) a partir de sus actividades laborales y disciplina, o ya sea porque los empresarios adquieren mayor rentabilidad y competitividad. Además, los consumidores adquieren productos a menor costo; la sociedad obtendrá a un ciudadano reinsertado y competitivo; y, finalmente, el sistema penitenciario alcanzará su finalidad resocializadora.
Ahora bien, en el referido instrumento normativo, se puntualiza que, como producto de la actividad laboral, el 70% se encuentra destinado para sus gastos personales, obligaciones familiares y ahorro, salvo que por mandato judicial existe un mandato de pensión alimentaria. El 20%, será abonado para el pago de la reparación civil, en caso sea el caso; y, finalmente, el 10% servirá para costear los gastos que genera el desarrollo de la actividad laboral y de tratamiento del interno a favor del INPE.
Por lo demás, el propósito que se pretende, en pureza, es redefinir el enfoque de trabajo en las prisiones del Perú. Para ello, se han implementado talleres con equipamiento y maquinaria adecuadas con el fin de que los internos adopten habilidades y destrezas laborales que les asegura empleabilidad intramuros y cuando recuperen su libertad. Como consecuencia de ello, el 33% de la población penitenciaria participa en estos talleres, lo cual si bien es una cifra favorable, aún deja un gran porcentaje por cubrir.
Pragmáticamente, de esta población, se tiene que solo el 0.15% que ha participado en estos talleres y que, a la fecha, se encuentran en la población post penitenciaria, ha reincidido en la comisión de delitos, lo cual demuestra, por supuesto, el alto nivel de eficiencia cuando de reinserción social se refiere.
En otro extremo, en el Decreto Supremo N.° 25-2017-JUS, del 22 de diciembre de 2017, denominado “Reglamento del Decreto Legislativo para la Promoción e Implementación de Cárceles Productivas”, establece que aquellos internos que no hayan ingresado al sistema educativo en su oportunidad, deberán concluir la educación básica mediante el programa de Educación Básica Alternativa. Esta actividad, de modo alguno, discrimina que los internos puedan incorporarse a las actividades productivas.
Este punto es importante teniendo en cuenta que, aproximadamente, el 2% de la población penitenciaria es analfabeta; el 21% ha concluido estudios primarios; el 68%, secundario; y el 9% cuenta con estudios de nivel superior.
Entonces, si tenemos en cuenta que la educación también constituye un requisito para el éxito de la reintegración social de los encarcelados. Su priorización coadyuvaría a contribuir al desarrollo real y sostenible de la sociedad.
IV. Apreciación final
El sistema penitenciario es una de las figuras que no se ha tomado con tanto énfasis en comparación con el estudio de otras áreas que involucra el estudio del Derecho Penal. La crítica situación carcelaria evidenciada, principalmente, por el hacinamiento, las pésimas condiciones para la atención de salud, alimentación, capacitación, entre otros, no permite alcanzar los fines de la pena, lo cual constituye, entre otros, en la reinserción social del condenado.
Las personas privadas de su libertad tienen derecho a trabajar. Este derecho se desprende como derecho fundamental recogido en las normas internas vigentes en nuestro país. No puede ser un derecho exigido de inmediato, sino a partir de las condiciones del establecimiento penitenciario y de acuerdo a las condiciones de la pena impuesta, en cada caso en concreto. Su ejercicio dignifica al ser humano y tiene una repercusión psicológica, social y económica importante.
Es por ello que el trabajo, como alternativa para la reinserción del condenado al mercado laboral, se constituye hoy en día en una gran iniciativa, la cual tiene reciente data (2017). Esta opción no es autóctona. Países como Colombia, México, Chile, Uruguay, EE.UU., entre otros, dan cuenta de las favorables experiencias que involucra la empleabilidad en la cárcel. Una empleabilidad, que como se espera, debe ser de calidad y suficiente.
El trabajo que se ejerza dentro de la prisión debe tener un carácter eminentemente formativo y ser ajeno a los intereses económicos de la administración penitenciaria. Asimismo, al estar en condiciones de subordinación, debe estar protegido por el derecho laboral, asegurando los derechos básicos de todo trabajador tales como la limitación de la jornada, remuneración mínima, condiciones de seguridad e higiene, seguro en contra de accidentes de trabajo, enfermedades, etc.
Por lo demás, se ha dejado constancia que esta opción resulta favorable. Hoy en día, más de 180 empresas privadas coadyuvan a dicha labor y hacen posible que los problemas de este sistema penitenciario se aminoren, pero que, evidentemente, aún resulta ser insuficiente. Por ello, la incentivación de este programa debe alcanzar a todos los condenados y en todos los sectores posibles del mercado laboral.
Es evidente que la sola dación de un empleo no involucra la reinserción, sino que esta implica, además, de un proceso psicológico y social que debe ser complementado con otros mecanismos estatales. En efecto, la reinserción involucra una transformación, pero esta solo será posible si se atacan todos los puntos negativos -al menos los más graves- que atañen al sistema carcelario.
Por otro lado, como tratamiento exigible se encuentra la educación que, pese al inicio tardío por parte del Estado, esta debe estar orientado a la prevención de hechos delictivos, de evitar la reincidencia delictiva, de inculcar la educación cívica y, preferiblemente, en los enfoques de género.
Por consiguiente, el ejercicio de estas dos prácticas no solo habilita una mayor comprensión de la ilicitud de los actos cometidos por los condenados, sino que, además, se les otorga otra finalidad a las cárceles. Desde un punto de vista sociológico, lejos de calificar a la cárcel como un lugar de sufrimiento o dolor por la privación de la libertad y por las condiciones y el ambiente carcelario, esta debe apuntar a concebirse como un espacio de transformación, en donde el cumplimiento de la pena no puede considerada desde un punto de vista meramente cronológico y lineal, sino a partir de las circunstancias reales que concurren durante la permanencia de la cárcel, que intervienen inevitablemente en la conciencia del interno.
Personalmente, considero que no se puede cambiar el comportamiento de una persona con la sola práctica de otras actividades, pero sí se pueden reprimir aquellas conductas que han motivado su encarcelamiento. Para tal efecto, la educación y el trabajo se comportan como factores de liberación para aquellos que se encuentran en una dificultosa situación emocional, propio de un sistema carcelario con los problemas que ya se han advertido.
Por tales motivos, resulta razonable concluir que la importancia de priorizar las prácticas laborales y la pedagogía social involucra la resocialización del recluso por medio del aprendizaje e interiorización de pautas de comportamiento y valores. Asimismo, reforma aspectos vinculados a la autodisciplina, puntualidad, responsabilidad, orden, entre otros, que operan como factores trascendentes para lograr la reinserción social; además, de dotar de estabilidad emocional.
Todo ello, desde luego, contribuye a alcanzar los fines de la pena, sin ser las únicas acciones sobre las cuales debe apuntar el Estado, pues el hacinamiento y la ínfima calidad de salubridad, también son puntos graves que adolece el sistema penitenciario.
Ciertamente, si tras imponerse una pena, el derecho que puede resultar más afectado es la libertad personal, lo que también se debe pretender con la pena es a concientizar al reo al mejor uso de sus libertades.
Bibliografia
- BECCARIA, C.: De los delitos y de las penas. Facsimilar de la edición príncipe en italiano de 1764. (Trad. Juan Antonio de las Casas). Fondo de Cultura Económica, México, 2006.
- JIMÉNEZ DE ASÚA, L.: La sentencia indeterminada. Hijos de Reus, Madrid, 1913.
- JIMÉNEZ DE ASÚA, L.: Tratado de Derecho Penal. Tomo I y II. Losada, Buenos Aires, 1964.
- ROEDER, C. Estudios sobre Derecho penal y sistemas penitenciarios. Fundamento jurídico de la pena correccional. Mejora del sistema de prisiones por medio del aislamiento. El ramo de prisiones a la luz de nuestra época (Trad. Romero y Girón), Imprenta de T. Fortanet, Madrid, 1875.
- SANTOLARIA SIERRA, Félix: Las «Casas de Corrección» en el siglo XIX español (notas para su estudio). Ediciones Universidad de Salamanca y Universidad de Barcelona, Salamanca, 1999.
- ZAFFARONI, Eugenio Raúl. La medida cualitativa de prisión en el proceso de ejecución de la pena. En: Proyecto UBACyT 2011-2014 (dir. Eugenio Raúl Zaffaroni). Universidad de Buenos Aires, Buenos Aires, 2013.
Referencias:
[1] Santolaria Sierra afirma que, en Barcelona, durante el periodo 1836-1853, las casas de corrección nacieron en un ambiente conflictivo política y socialmente por las agitaciones antiabsolutistas de la época (1835) y a la inseguridad producto de la primera guerra carlista. Dicho contexto trajo como consecuencia que se creen las casas de corrección, que, a fin de cuentas, funcionaban como depósito general de mendigos, desocupados, niños callejeros, pequeños delincuentes y prostitutas. (Cfr. Santolaria Sierra, Félix: Las «Casas de Corrección» en el siglo XIX español (notas para su estudio), Ediciones Universidad de Salamanca, Universidad de Barcelona, 1999, p. 98 y ss.).
[2] López Melero afirma que estas casas suponen el origen histórico de los centros penitenciarios que hoy en día se cuenta. Su aparición data entre el siglo XVI y XVII en Inglaterra, Holanda, Alemania y Suiza.
[3] Este autor, sostuvo que las prisiones no pueden ser consideradas como lugares de corrección, ya que solo se encuentra el dolor manifestado en sus internos. Asimismo, denuncia que el interno tuviera que asumir su estancia en prisión, postulando ante ello que los responsables carceleros se conviertan en funcionarios del Estado. (Cfr. Jiménez de Asúa, L. Tratado de Derecho Penal, Tomo I y II. Losada, Buenos Aires, 1964, p. 846-847; y Jiménez de Asúa, L. La sentencia indeterminada. Hijos de Reus, Madrid, 1913.).
[4] A partir de una concepción utilitarista de la pena, sostiene que su fin, pues, no puede ser otro que impedir al reo causar nuevos daños a los ciudadanos, y retraer a los demás de la comisión de otros iguales. Luego, deberían ser escogidas aquellas penas o aquel método de imponerlas que, guardaba la proporción, hagan una impresión más eficaz y más durable que obre sobre los ánimos de los hombres, y la menos dolorosa sobre el cuerpo del reo. Esto evidencia una aproximación a los fines preventivos-generales y especiales de la pena y su humanización. (Cfr. Beccaria, César. De los delitos y de las penas. (trad. Juan Antonio de las Casas), Fondo de Cultura Económica, México, 2006, p. 290).
[5] Esta idea puede asimilarse a la postulada por Carlos Roeder, mediante su teoría correccional en el siglo XIX. Este autor postula que la pena y la culpa –como responsabilidad- no pueden ser tasados por el legislador de modo preciso, ni tampoco ser aplicado proporcionalmente, en todos los casos, por el juez. Agrega que la pena no debe fijarse con rígida invariabilidad, en el entendido que esta pueda ser modificada posteriormente a su imposición, ya sea aumentándose o abreviándose. Con ello introduce una de las bases de su sistema “sentencia indeterminada”. (Cfr. Roeder, C. Estudios sobre Derecho penal y sistemas penitenciarios. Fundamento jurídico de la pena correccional. Mejora del sistema de prisiones por medio del aislamiento. El ramo de prisiones a la luz de nuestra época (Trad. Romero y Girón), Imprenta de T. Fortanet, Madrid, 1875, pp. 10 y ss.).
[6] Agrega el referido autor que este es otro tipo de sistema de mensuración punitiva, pues esta logrará determinar la pena no en un espacio temporal lineal, sino cualitativamente, es decir, su significancia radica en atender a las constantes variaciones y distorsiones que la pena sufre en términos arbitrarios durante la trayectoria temporal que va durando. Recuperado de: http://www.pensamientopenal.com.ar/system/files/2014/12/doctrina40294.pdf
[7] De conformidad con la terminología empleada por el INPE y el Comité Europeo para los Problemas Criminales, la existencia de hacinamiento ha de tener lugar cuando la sobrepoblación es mayor o igual al 20% de la capacidad de albergue.
[8] Según el Informe Especial N.° 02-2020-DP “Situación de las personas privadas de libertad a propósito de la declaratoria de emergencia sanitaria”.
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